Confesiones

Laura no tardaría en confesarme que al café, en cuyos sillones de cuero negro apurábamos nuestras copas de Bayleys, le faltaban colillas mal apagadas al filo de las mesas y restos de ceniza aún candente esparcidos por el local producto de un descuido o, mejor aún, de una reacción airada ante un comentario hiriente o malintencionado.

–¡Con mala hostia, joder! –golpeó el brazo del sillón con el puño atrayendo la mirada de un par de niños que jugaban con sus móviles en el suelo. También la de su padre, que nos dedicó un gesto de desaprobación cuestionando, quizá, nuestros orígenes familiares.

Laura no tardaría en confesarme que, si en ese momento me sobó el paquete a la vista de los críos, fue porque había advertido que las gafas del tipo eran muy caras y que necesitaría muchas guardias en el hospital para poder pagarlas, por lo que no encontró mejor distracción para sus manos.

–Porque ahora en vez de defenderse y pelear te denuncian, no te jode –exclamó recabando la atención de uno de los camareros, quien le rogó que guardara las formas sugiriendo, con un movimiento amplio de cejas y una leve inclinación lateral de cabeza, que recordáramos el caché del local, la tradición de un lugar que es toda una referencia de clase y distinción en la ciudad.

Laura no tardaría en confesarme que si se había detenido en la página de contactos del periódico y se había interesado por un “chico normal que quiere pagarse los estudios”, fue porque pensaba que yo sería feo, horrible, un monstruo de ojos bizcos, orejas desfiguradas y dientes de los que asoman entre los labios al masticar. Que eso es lo que significa “normal” en el vocabulario de sus amigas.

–Feos, coño, me gustan feos. Feos y torpes –volvió a elevar el tono encontrando, en esta ocasión, la complicidad de una mujer pelirroja que sonreía mientras tocaba el escaso pelo que asomaba en la cabeza de su pareja, mucho mayor que ella.

Laura no tardaría en confesarme que no iba a pagarme el servicio por ser atractivo y, además, buen chaval. Que a ella no le gustaban los chicos majos y bien parecidos, por lo que ni siquiera nos acostaríamos. Que le daba corte hacérselo con un niño tan mono, vaya.

–Si es que estás muy bueno –exclamó con voz sonora al darme un beso en los labios antes de abandonar el local, lo que provocó una carcajada en el padre de los niños que antes nos había reprendido. El camarero, por su parte, siguió sirviendo cafés en lo que la mujer pelirroja, aprovechando la ausencia de su compañero, empezó a hojear el periódico local.

Ahora, transcurridos unos meses, cuando ya me había olvidado de Laura y de aquella tarde, una citación del juzgado de instrucción me ha obligado a hacer memoria. Sobre todo cuando, tras la protocolaria toma de datos, el juez me ha preguntado por mi paradero la pasada noche de Navidad.

–No, Laura no me confesó que fuera a estrangular a nadie.

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