As time goes by

Todo era extraño de repente. La temperatura se había tornado agradable. La niebla se había disipado y con ella la humedad que entumecía sus manos. El paisaje se había transformado. Los robles ahora eran palmeras y los vastos campos de trigo, enormes masas de arena que se perdían hacia el interior. Del otro lado, un inconfundible olor a mar se colaba por sus fosas nasales trasladándola a períodos más felices de su vida.

La sensación de desasosiego se multiplicó tras observar un calendario de 1945 en la puerta de una cafetería. Aquel salto en el tiempo la situó en una dimensión onírica de la que cobró aún mayor conciencia al escucharse hablando francés con un turista. Quería saber por qué estaba allí, de qué pensamiento consciente derivaba aquel viaje y qué razón se ocultaba tras aquella estampa inocente, más propia de una postal que de una pesadilla.

Tampoco encontró un motivo para seguir a hurtadillas a una mujer de rubia cabellera y porte impecable, cuyo pasaporte debía indicar una nacionalidad norteeuropea a juzgar, no ya por su aspecto físico, sino por su particular manera de solicitar permiso o dirigirse a los extraños. Ocultando su presencia en los múltiples callejones que se abrían a uno y otro lado de las vías principales, disimulando estar interesada en la adquisición de tejidos o productos de cerámica en los diferentes puestos que se abrían a su paso, pudo evitar ser descubierta en aquella persecución que había emprendido al margen de su voluntad.

Pudo percatarse, así, de la desesperación que guiaba los movimientos y las decisiones de aquella bella mujer en su atropellado deambular por los recovecos de la medina. En una ocasión, en la que pudo acercarse a una corta distancia a la que poder reconocer los sonidos, creyó escuchar algo relacionado con un hombre que vivía allí hace unos años, y con un café americano cuyo nombre no pudo distinguir, pero del que nadie tenía referencias. Nadie sabía qué vínculo debía unirles a aquel tipo y a aquel lugar. Sus rostros, inevitablemente morenos y arrugados, no ablandaban sus facciones para disculparse por su ignorancia o calmar sus nervios.

Fue un tipo negro, de corta estatura, nariz chata y cejas arqueadas, el único que supo responder a sus preguntas. Lo hizo de forma lacónica, con algo de desdén, incluso. Y él tampoco se detuvo a consolarla, dejándola arrodillada sobre el polvo de las calles, manchando su impoluto vestido blanco y derramando lágrimas que se evaporarían antes de alcanzar el suelo.

De pronto, la mañana volvía a ser fría. Bajo su cuerpo, el cuero del sofá sobre el que se había quedado dormida. Ante sus ojos un abeto adornado y, en el suelo, la carcasa del DVD de su película favorita. Cada Navidad, durante los últimos veinte años, había repetido este protocolo y, una vez más, al despertar, pensó en Luis, su gran amor de juventud. Embargada por una densa melancolía, decidió darse una ducha y, finalmente, tras desayunar una taza de chocolate caliente, ya se encontraba preparada para despertar a su marido, a los niños y abrir los regalos.

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