Agosto de 2011

Hay lugares en los que el tiempo sí ha logrado parar, en los que nada fluye y todo permanece. Lo comprendes cuando en las paredes de lo que fue tu hogar lucen calendarios de 2011 llenos de aceite y mugre junto a objetos pasados de moda, revistas de la época y ordenadores cuya tecnología desconoces. Como en todas las casas, la muerte y la enfermedad se presentaron sin aviso previo, sin tiempo para borrar las huellas o recoger la última mueca de alegría. 

 

Antes, la hiedra, excesivamente crecida, descontrolada, ya te había avisado de que no sería sencillo abrir la puerta y recordarte en aquel salón durmiendo placenteramente, aguardando las horas del día en las que poder salir en bicicleta o lanzar unos tiros en aquella canasta rudimentaria que tanto le costó montar a tu padre y que nunca le agradeciste lo suficiente (ahora y de esta cobarde manera lo hago, papá). En ella te preparaste para Europeos y Juegos Olímpicos, aunque continuamente quedaras fuera de la última convocatoria. Tal vez no ayudase que el balón fuera de voleibol. 

 

Agosto es el mes internacional de la nostalgia. No sé si lo reconoce como tal la ONU, pero el regreso a los pueblos, la quietud que conceden unos días de asueto y esas preguntas de los niños que, como dardos, apuntan fatalmente a la memoria terminan por desencadenar este mecanismo que nos retrotrae a ese pasado actuante al que se refería Umbral y que procuramos ignorar el resto del año, sumidos en la desesperada lucha por la supervivencia. Por desdichado o inmensamente feliz. Por perturbador, en todo caso. Calla, memoria será el título de alguna de nuestras biografías

 

Pero uno vuelve siempre a los viejos sitios donde amó la vida, y desearía quedarse, claro, y este es el mejor homenaje posible a quienes pusieron la primera piedra, a quienes los habitaron sin ningún afán concreto. El simple vivir de nuestros padres y abuelos derivó en una microcultura del sentido común, del cuidar las cosas, del amar lo justo, sin excesos, pero con una sobriedad que ahora se echa de menos entre tanta extravagancia. 

 

En mi caso, el recuerdo viene acompañado de perdón. En primer lugar a mí mismo, niño caprichoso, adolescente ensimismado, joven egoísta, adulto torpe y excesivamente orgulloso. Y por extensión a todos quienes me acompañaron en el camino y a quienes quise aplicar con demasiada rigidez la necesidad de que fueran perfectos, de que no se equivocaran, de que fueran mis héroes de verdad, al estilo de los tebeos. Aún recuerdo cuando una psicóloga pretendió que culpase a mi madre por sus errores, por transmitirme sus miedos e inseguridades, y me negué. Nada más salvífico que la empatía y el perdón, háganme caso: consejo gratis de, digamos, un escritor. 

 

Pese a todo lo dicho, en el debate sobre la conservación, o no, del patrimonio familiar, de los bienes muebles e inmuebles que constituyen su legado, no soy partidario de la acumulación. No creo en la retención de una herencia si no somos capaces de atenderla como es debido, con el cuidado que ellos dedicaron, con su misma motivación y esfuerzo. Y no hay que temer el olvido, el mejor archivo personal es el que nuestra memoria consigue conservar, sin alharacas, dispuesto a hacerse presente a la más mínima chispa, a través de las más insospechadas asociaciones. Y si surge la desmemoria, de manera repentina o prolongada, de nada servirán las fotografías o las casas abandonadas, con sus revistas del corazón, sus azadas y sus calendarios de 2011. Allí el tiempo no corre. Eres tú el que camina. Y el que desea volver. Y el que no puede.

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