No tenía dudas. Si Iñaki se mostraba tan obstinado en la recomendación de Nobleza de espíritu, del autor holandés Rob Riemen, yo debía hacerme con él y leerlo cuanto antes. Y bien, aunque han pasado varios meses desde aquella agradable conversación en el Lorca, al fin pude encontrar este título y dedicarle unas horas de calidad a su lectura, algo que no siempre es sencillo. En primera instancia, me agradó ver que el prólogo venía firmado por George Steiner, uno de los críticos literarios más interesantes e independientes de las últimas décadas y también encontrarme, en la contracubierta, con una pequeña loa de uno de los mejores poetas europeos contemporáneos, al menos para mi humilde gusto: Adam Zagajewski.
Me sorprendió la estructura, no estar ante un ordenado ensayo con ideas que se subordinan hasta el infinito, o que giran en espiral y te conducen a una conclusión firme e irrevocable que el lector piensa haber extraído gracias a su particular inteligencia. Me sorprendió para bien, digo, porque el libro es, entre otras muchas cosas, una denuncia del sofismo, de la falsa intelectualidad y el sectarismo politizado en el que las grandes mentes de nuestro tiempo se han alineado buscando una vida mejor para ellos mismos y su entorno más próximo, abandonando en buena medida la misión que les había sido encomendada por herencia de los grandes autores grecolatinos: la búsqueda incansable de la verdad.
Pertenezco a una generación que todavía recibió lecciones relacionadas con la nobleza de espíritu, aunque más bien se tratara de la actualización del concepto de bondad cristiana, machadiana si se quiere, muy relacionada con la historia sentimental de nuestros padres y abuelos, obedientes fieles de la iglesia y el mensaje de Cristo, de una ética que de haber sido mejor explicada, de haber contado con mejores oradores y propaganda y haberse consolidado, no tengo dudas de que nos hubiera conducido por un camino mejor. Puede que el altruismo, la solidaridad, el desprendimiento del ego o la humildad de Cristo nos dejaran desprotegidos en esta deriva hacia la selva capitalista, pero la muerte de Dios, la perversión de los estados y la política y el desvanecimiento de todo lo que creíamos sólido, que diría Antonio Muñoz Molina, no nos ha conducido a un lugar precisamente idílico.
Entre otras cosas porque llevamos más de un siglo oponiendo libertad y cultura, yendo de un extremo a otro sin darnos cuenta de que no puede existir la una sin la otra. En ausencia de libertad, en el marco de regímenes totalitarios, la cultura es propaganda. En ausencia de cultura, es muy sencillo confundirla con desmesura, anarquía, impudicia. Allí donde se proclama la libertad sin cultura, se abren paso a machetazos la arbitrariedad y la trivialidad. ¿Les suena?
Rob Riemen nos encomienda, por tanto, ante el desolador panorama que se advierte nada más subir las persianas, a confiarnos a la nobleza de espíritu, un valor que en su momento los intelectuales marxistas tacharon de burgués o elitista en la medida en que su cultivo solo es posible cuando el resto de las necesidades vitales están cubiertas. Riemen nos recuerda que, si bien la prosperidad y la seguridad son condiciones previas e ineludibles, no son estas los pilares de nuestra civilización. El fundamento de cualquier clase de civilización, cito textualmente, hay que buscarlo en la idea de que el ser humano no debe su dignidad y su verdadera identidad a lo que es ─carne y hueso─ sino a lo que debe ser: el portador de dichas cualidades vitales eternas (se refiere a la verdad, la bondad, la belleza, el conocimiento de la libertad, la justicia, el amor y la misericordia).
El autor holandés opone también uno de los grandes dogmas de la modernidad, inspirado tal vez en las enseñanzas presocráticas de Heráclito, la capacidad de adaptación, a la integridad intelectual. Considera a la primera una consecuencia fatal de la búsqueda del poder y la fama, el fruto de la necesidad de agradar a un público y proclama su incompatibilidad con una verdadera independencia del espíritu. De ahí que, aun aceptando que la nobleza de espíritu, la búsqueda de los ideales de verdad, belleza, misericordia o bondad, pueda ser una cuestión de clase, es, por encima de todo, una cuestión de valentía. Principalmente porque, tal y como reza el subtítulo de la obra, se trata de una idea olvidada.
Así, ante el ascenso de nuevas fórmulas de fascismo, censura y propaganda, en el mundo de las imágenes y los eslóganes que persiguen el atractivo antes que la verdad (cuando no operan en su contra), de nuevas religiones que profetizan libertad mientras la arrebatan, leer a Riemen ─que es también leer a Whitman, Goethe, Mann o Platón─ es necesario para, al menos, contar con una visión distinta, desapegarse de lo que asumimos como verdadero por repetición y rutina tras años abrumados por medios de comunicación y oradores que, si fueron educados en el humanismo cristiano, encontraron mucho más atractivos los sofismas propios de una época que sustituyó los conflictos bélicos por una paz que podría haber sido duradera y a la que sucedieron nuevas formas de odio y demagogia ante la retirada de los intelectuales, por la vía de la negación de la verdad, la belleza y, en definitiva, del verdadero valor de la nobleza de espíritu.