A mis veintidiez

Se acabaron los felices veinte. La Bolsa ha quebrado y los hombres hacen cola por un pedazo de pan. La Gran Depresión anuncia tiempos de intransigencia y escepticismo, dos actitudes incompatibles con la vida en comunidad. El tambor que acompasa el ritmo de los himnos bélicos silencia los giros de un saxofón en el último local de jazz abierto en la ciudad de Chicago. Los treinta no fueron los nuevos veinte en el mundo del siglo pasado.

Puede que mi biografía no deba reproducir el patrón de la historia, asimilarse en modo alguno a ese torpe devenir que nos condujo al borde de la extinción como especie. Tal vez no tenga por qué ser judío la noche de los cristales rotos o habitante de Gdansk el 1 de septiembre de 1939. Quizá en el inicio de esta nueva década sea verdad eso de que la suerte favorece, además de a la mente preparada, también a la más optimista.

Celebro mi cumpleaños escribiendo en un salón apenas iluminado –“con esta luz tenue es más que suficiente, gracias”–, en la presencia de un cómplice y de una pareja que habla demasiado alto, en un español de mil palabras, sobre temas irrelevantes –reproduzco la frase que se pronuncia en este momento: “ya, yo tampoco, pero hasta ese punto, tío, no me jodas”. Valoro con moderada alegría la soledad que me aportan tres talentos que pude conservar gracias a que no me gustó demasiado (eufemismo de nada) la gente que me invitó a abandonarlos (no sé si a esto le llaman tener personalidad, pero en mi caso se trata de que no me gusta esta gente). Soy discreto, no revelo información propia ni ajena, principalmente porque me parece desechable y se me olvida; no tengo una opinión formada de casi ningún tema, por lo que permanezco en un silencio que –lo he comprobado– llega a resultar incómodo y, finalmente, soy incoherente. Sí, incoherente. Inconstante. Porque dudo, ¿saben? Evoluciono e involuciono. Y olvido. Ya no sé lo que escribí en la línea anterior. Releo. Corrijo. ¿Cómo pude?

Procuro actuar con prudencia, guiado por la cautela y sin perder nunca la referencia del otro y lo que pueda estar pensando o sintiendo. Me gusta la moderación: nunca tengo demasiado calor o frío, ningún lugar me parece el paraíso y procuro encontrar un vergel en cualquier desierto, aunque esto me cuesta algo más. Quiero creer en la justicia, un concepto que no está en los libros de derecho que un día adquirí, tampoco en la boca de los jueces. Pero no creo. No existe la justicia. No hay justos. Admiro la fortaleza del ser humano que vence una y otra vez a la adversidad, que libra siempre una nueva batalla sobre los cadáveres que abonan el lugar de la última derrota. No sé si es imprescindible ser un necio o ignorante para disponer de esta suerte de ánimo ni si ello está reñido con el gusto por la reflexión. Nunca lo he comprobado.

En realidad tengo sesenta años. Vine equipado con una muy buena memoria y he sentido como propias las historias de tantos personajes que mi corazón está débil de tanto latir (¿tiene una obsolescencia programada?). Los recuerdos repiten y anticipan escenas de mi biografía; los libros y las películas, aquellas que nunca podré vivir. Me interesa saber cómo me irá, pero cada poco me sorprendo preguntándome qué tal me fue. Soy cobarde y por eso mi razonamiento es lógico-deductivo, abstracto. Tengo tantos lugares oscuros en el alma que me entretengo escribiendo sobre los de los demás. Viajo, pero no como el resto del mundo. Disfruto del monumento principal, de la estética de la arquitectura local, pero más aún del rostro magullado de un camarero, de sus miradas incesantes al reloj y al fondo de la calle. Yo también quiero saber por qué no llega y, como nunca lo sé, me lo invento.

No pido demasiado a lo que tenga que venir, sea corto o largo el trayecto. Ver una vez más Casablanca pero con Rick montando en el avión (tantas veces he visto despegar ese avión desde el hangar), contemplar la sonrisa de Audrey Hepburn valorando la posibilidad de poder encontrarme con ella sin la pantalla por medio –para lo que se abren dos alternativas: consumo de drogas o resurrección de la actriz (mi preferida)–, divisar ese trozo de planeta que me paralice e impida sacar el teléfono para retratarlo.

Temo al futuro. Mucho. Temo no poder adaptarme a los cambios que vienen, no saber querer de esa manera fría a la que se nos invita sibilinamente o aprender a poner en marcha todos esos mecanismos que trabajarán y pensarán por nosotros. Temo que la libertad no incluya el derecho a hacer un alto en el camino y detenerse. Aquí, donde nos hallamos. Ahora que seguimos vivos.

A mis veintidiez –no sé cuántos aparento– aún es pronto para saber si envejecer, morir, eran solo las dimensiones del teatro; pronto también para redimirme y no cometer (o reincidir) el peor pecado que un hombre puede cometer. A mis veintidiez sigo teniendo la esperanza de sentarme un día en este salón oscuro y escribir lo que no puede ser dicho mientras escucho una y otra vez un disco de Sabina, como el que suena ahora que tecleo este punto y seguido en mi vida.

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