A la muerte de un amigo

*El mismo día en el que la página ha visto la luz, he recibido la noticia de la muerte de un amigo al que conocí hace diez años. A nadie estuve más unido que a él en 2007 y 2008, hasta el punto de ayudarle en una mudanza a Barcelona, última residencia que tuvo en España, que terminó adquiriendo tintes épicos. Últimamente nos habíamos perdido la pista, pero estoy seguro de que, en la distancia, seguíamos alegrándonos por los éxitos del otro. Era joven y le gustaba la vida.

A la muerte de un amigo la luz se vuelve más tenue y el viento deja de soplar. Los órganos pierden su materia, el pulso se desvanece y todas las ficciones que –bien estructuradas– ordenan nuestra existencia, se vuelven ligeras, papel de liar.

A la muerte de un amigo palidece el verde de las plantas que engalanan los balcones, se congela la savia y el desierto va ganando terreno al oasis como una gran ola de arena en pleamar. La nada gana la partida, siempre lo hace, más aún cuando juega sus bazas sin avisar.

A la muerte de un amigo le sigue el amargo regusto del tiempo que se malgastó. Y se hace sólida la excusa que empleaste para no verlo, citándolo para más adelante. Lo que tuvo sentido en su día, ante la expectativa de una próxima cita, es hoy una pesada carga, una más, que sobrellevar con dignidad, o sin ella.

A la muerte de un amigo sobrevive tu conciencia –no la suya–, tus recuerdos e impresiones –no los suyos–. Tuya, y no suya, es la responsabilidad de que sean bellos, pero no afectados. Está bien omitir lo que no debe saberse, lo que no importa ya, pero tampoco conviene ensalzar actitudes que nunca existieron. Al muerto lo que es del muerto, y no más.

A la muerte de un amigo sientes más próxima la tuya. Preparado, como estabas, para consolar a tus padres por un hecho semejante, la pérdida de un contemporáneo, de un compinche y cómplice de tu misma generación pone en funcionamiento las alarmas. Sientes que no llega nunca el chequeo anual, el banco de abdominales, la pastilla que lo cura todo, la inmortalidad. No te gusta la vida, pero a lo mejor, después de todo, no está tan mal.

A la muerte de un amigo dudas de si el dolor es suficiente y te planteas recorrer una gran distancia para observar materia orgánica en descomposición –pues todo lo que permanece vivo de él está en ti y en los presentes, no en la caja–. Envías tus condolencias a la familia y te acuerdas de su hija. Los amigos se intercambian, regresan o se van, como en este caso, para siempre. Pero padre solo hay uno, por imperfecto que sea.

A la muerte de un amigo, es triste pero es así, le sigue la rutina diaria compuesta de cinco comidas y otras tantas visitas al baño. El dolor es un sentimiento pasajero que no puede competir con las sensaciones de hambre o sed, ni siquiera con la vanidad, la codicia o la envidia. De ahí que sea transitorio. De ahí que, por desgracia, a la muerte de un amigo le sigan solo el relato, el recuerdo y el posterior olvido de ambos.

6 Replies to “A la muerte de un amigo”

  1. Hola Juanjo. Soy Pablo hermano de Juan. Nos conocimos en Salamanca. Gracias por compartir estas bonitas palabras. Saludos

    1. Sí, Pablo, lo recuerdo. Comimos juntos en el restaurante brasileño. Lástima que el tiempo solo avance de una manera…

  2. Hola Juanjo, soy Marina la madre de Juanma. Me acuerdo de tí de Salamanca. Muchas gracias por tan sentidas palabras. Recibe un fuerte abrazo desde Puerto Rico. Mucho éxito.

    1. Marina, yo también me acuerdo de usted. Estuvimos tomando algo en una terraza. No hubo mejor día en Salamanca aquel febrero. Y también tomamos algo en una cafetería junto a los cines Van Dyck. Sabe bien que estimaba mucho a su hijo. Mucha fuerza.

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