«Blue monday» in Madrid

*Fotografía extraída de la web: http://www.viendomadrid.com/2010/01/edificio-carrion-capitol.html#axzz4W24jZtWp 

El cartel luminoso de Schweppes, símbolo por excelencia de la Gran Vía, contiene varios matices distintos de azul. Nunca lo habría imaginado teniendo en cuenta la primacía de los tonos cálidos y llamativos y su fluorescencia, pero claro, hoy era el día más triste del año, la encrucijada donde todos los caminos de la melancolía se cruzan: el frío, la oscuridad, la rutina, la soledad.

Igual que en el Black Friday compramos por adelantado productos que no necesitamos, que el primer día de rebajas hacemos cola frente a la puerta de El Corte Inglés o que, en San Valentín, regalamos presentes que atufan a perdón, hoy todo el mundo en Madrid quiso hacer bueno aquello del “Blue Monday” comportándose como cualquier otro día, avanzando como autómatas por Montera o Preciados, por los pasadizos del metro o la terminal del aeropuerto, con la cabeza baja y los hombros caídos o, peor aún, enseñando una seguridad impostada que certifica el ejercicio de una posterior crueldad.

“Susana no es guapa… Porque no es guapa”, le confesaba una chica a otra anunciando esa suerte que tiene Susana de no ser bella, de no cargar con esa maldición que portan tantas mujeres esculpidas a imagen y semejanza de los editores de Vogue o Playboy; de esos pigmaliones que son sus propias conciencias y que les impiden teñirse el pelo de azul, vestir ropa ancha o salir en pijama a por el pan. Qué suerte, Susana.

Si mi trabajo fuera analizar discursos, diría que en Callao, a eso de las seis de la tarde, la palabra más empleada fue Alemania. Alemania, sí, en un español muy de Arganda o Alcalá. Allí, en el país que más guerras libró y perdió en el siglo XX, desembocan millares de jóvenes españoles en busca de un trabajo del que su país, oficialmente neutral en ambos conflictos mundiales, les priva. Y claro, sus tías se preocupan. “A ver cuando regresa Miguel Ángel de Berlín”.

En toda la tarde solo oí una discusión en voz alta, a grito pelado. No fue entre un empleado y su jefe por las condiciones laborales, tampoco entre un hijo y sus padres por la dejación de funciones de los segundos, o por el desapego del primero. Ni siquiera entre un cliente y un vendedor de seguros porque, efectivamente, en times new roman 6 estaba escrita una cláusula que excluía la cobertura de muerte por derrumbe de cornisa. No, la única defensa enérgica de un derecho la ejerció una prostituta, frente a otra, en un cochambroso rincón a escasos metros de Gran Vía. No se movería de aquella baldosa, no por sus muertos y los muertos de todos los que por allí pasábamos. Su vida, y la de su familia, dependía de que los hombres de traje, que a esa hora transitaban desentendiéndose del asunto, pudieran regresar a la noche y verle bien las tetas y el culo. Y no se movió.

Los escritores reconocidos sonríen y charlan con aspecto distendido, pero con los brazos cruzados. Ofreciendo su mejor perfil, guardan una suerte de distancia protocolaria que anuncia la existencia de un pacto de respeto mutuo, de no agresión al trabajo del otro, al que ambos le han dedicado las mejores madrugadas. En su caso, la adulación no es tanto un acto de generosidad como de defensa propia. Con ella se aseguran que el otro también evitará decir lo que piensa.

No tenía muy claro que acudir al bar Calvario en pleno Blue Monday fuera una buena idea. Los rostros ojerizos de los presentes no anunciaban buenas nuevas y, sin embargo, acabé gritando “freedom” siguiendo las indicaciones de Benoit, un canadiense que, como tantos otros, no sabía por qué había aterrizado en aquel micro abierto. Supongo que hasta el día más triste del año tiene veinticuatro horas, y que algunos minutos, al menos, deben hacer las veces de necesaria excepción. Que me perdonen los titiriteros que mueven el mundo si fui un guiñol malo y me excedí de tiempo. Y si sonreí de más.

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