Un deseo inconfesable

Viktor e Ilsa Lazlo abandonaron a salvo Casablanca, a pesar de la niebla, rumbo a Lisboa. Apenas unos días después, tomaron un nuevo avión y se establecieron en Nueva York, desde donde Viktor pudo continuar efectuando su labor de resistencia contra el horror del Tercer Reich. A todos sus mítines y manifestaciones en pro de la libertad acudía también Ilsa, vestida de azul y tocada por una pamela. Admirada por la elocuencia y los altos ideales de su marido se castigaba duramente, a sí misma, por no poder reprimir el tarareo de aquella vieja canción que surgía de sus labios como regurgitada. Le sucedía lo mismo caminando por la Quinta Avenida que tumbada, a hurtadillas, –porque estaba prohibido–, en el césped de Central Park. Y también cuando su vista se sumergía en el horizonte, más allá de los confines del océano.

Pero un día, de pronto, su canto cesó. Bastaron tres palabras para silenciarlo. Tres palabras que tuvo que leer Viktor, en voz alta, para que adquirieran, así, en el corazón de su esposa, el denso espesor de su significado. “Rick ha muerto”. Y con él la esperanza que Ilsa guardaba de volver a verlo en un París libre, con los Campos Elíseos otra vez floridos y la Belle Aurore abierta de nuevo, con Sam al piano.

Apenas sí pudo reconfortarla el abrazo de su marido, al que sintió, de repente, como a un extraño al que deseó, aunque nunca se lo confesaría, haber abandonado una noche de niebla en Casablanca.

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