Sesenta minutos

Pongo en marcha el reloj y ya no es una hora la que tengo para escribir este texto. Frente al saber esperar, las cuestiones esenciales de la vida demandan de intervenciones urgentes, guiadas por la premura del que conduce un coche que lleva a un ser que agoniza. Esto me recuerda cómo su dolor nos transformó a ambos, seres inseparables en la salud; ella romana y yo cartaginés en su enfermedad. Suscribo aquello que dijo el escritor colombiano Tomás González: “los parientes más cercanos no son los más indicados para cuidar a los enfermos: se crea una cosa agresiva en el ambiente”.

En la soledad de este cuarto, donde me aguarda el final, tocaré por última vez un cuerpo desnudo, los senos pequeños, que tanto me gustaban, y sus orejas, habitualmente cubiertas por el pelo y cuya visión me concedía en exclusiva (en justo precio por la de todas mis imperfecciones), avergonzada como estaba de su centrifuguismo, del modo en el que rompían la presunta simetría del resto de elementos –no me paré a comprobarlo, pero siempre la imaginé con un hombro más elevado que el otro por su costumbre de sujetar los libros con una sola mano–. Me hace gracia comprobar el extraño modo en el que se ha cumplido el vaticinio con el que se despidió para siempre una mañana de verano: será cuestión de días que me olvides.

No tener tiempo para corregir, para censurarme, no tener miedo a la lectura que en clave realista harán los que acudan a mi entierro, debería permitirme escribir con libertad, pero no puedo. Soy preso de más de seis décadas de educación, de cientos de miles de experiencias que fui guardando en los cangilones de una noria que nunca me detuve a reparar o limpiar. Por más que se renovaba el agua a cada paso por el río, mientras dejaba en mí señales de evidente agotamiento, no hice otra cosa que seguir girando del mismo modo en que aprendí a montar en bici o querer: tratando de evitar la inminente caída.

Creía que se apoderaría de mí la angustia, que los vecinos habrían de indagar entre los tachones para conocer mis últimas voluntades –pintad el patio, por favor–, y que Lana habría de encontrarme con una letra a medio dibujar –que con sus dos patitas me ayudaría a terminar, guiando mi mano inerte–. Escribo, sin embargo, poseído de una paz que no pude encontrar ni en la montaña ni en los prados, ni siquiera en el raro escondite que es la gran ciudad para un don nadie, sintiéndome acechado por mis iguales.

Y no digo adiós, entre otras cosas porque creo que solo debe hacerlo el que conserva una esperanza, por remota que sea, de regresar, el que tiene la posibilidad de añadir una coma, pedir perdón o dar las gracias; el que aún puede recordar de quién y por qué se despide. El que se concede a sí mismo el placer de echar de menos y escribir sobre ell

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