No valgo mucho, pero es fácil comprender que los problemas de tres (o dos, o uno) pequeños seres no importan mucho en este loco mundo. Algún día lo comprenderás.
Casablanca nos ha legado tantas lecciones que es una película que habría que ver más de una vez al año para repasarlas, recordarlas y ponerlas en práctica. El cinismo, aunque impostado, de Rick nos enseña que no conviene tomarse nada demasiado en serio, que él ya estuvo en una estación de París bajo la lluvia aguardando por su amada para subirse solo al tren a Marsella sin saber qué le había podido pasar a Ilsa en la que, sin duda, fue la jornada más dura de su vida, muy por delante de las campañas en España o Etiopía, ante el ataque de los tanques enemigos o afrontando el hambre y la sed en una trinchera.
Pero cómo no querer ser Laszlo, el héroe de la resistencia ante los nazis, un tipo de ideales firmes que no teme arriesgar su vida por los derechos ciudadanos y la libertad, un hombre plagado de virtudes y principios que defenderá por encima del interés propio, ignorando las pasiones, el amor de una mujer, la sumisión a una bandera o una patria si esta no defiende su misma escala de valores.
Quizá haya que elegir entre ambos hombres, aunque Ilsa no quisiera hacerlo. O, aunque lo hiciera y luego se arrepintiera, no sabemos si como estrategia engatusadora para acceder a lo que finalmente consiguió, un par de salvoconductos, dos billetes en el vuelo a Lisboa, o por un verdadero ejercicio de amor a Rick, en una suerte de arrebato que, qué quieren que les diga, yo no termino de creerme.
Seguramente porque sin querer, por la sucesión de experiencias vitales, mi recorrido me invite a ser antes Rick que Laszlo, el propietario de un local en el puerto franco de Casablanca, un idealista transformado en el aparentemente desalmado regente de un bar en el que, oh, diablos, se juega (y se bebe, y se folla a escondidas) bajo su mirada deliberadamente ignorante de todo cuanto ocurre.
Y es que para ser Laszlo hay que ser un privilegiado. Solo puede ser noble el que puede ejercer la nobleza sin prostituirse, el que puede repartir honores y jugarse la vida sin dejar hipotecados a sus hijos, teniendo sobradamente pagada su tumba y la de las próximas tres generaciones de su familia. Para poner por encima de la supervivencia la defensa de la libertad hay que tener margen económico y moral y haber disfrutado de una infancia bien provista de la adecuada mezcla de cultura y valentía (y dinero).
Yo quisiera ser Laszlo, defender la pureza en las relaciones humanas y laborales, el honor y la honestidad, la dignidad de mi persona, de mi causa y de las que me rodean. Nada me gustaría más que tener el valor y los argumentos para desarmar a todos los alemanes que hoy van disfrazados de paisano, entonar la Marsellesa en un bar abarrotado de ellos amparado únicamente por mi falta de miedo y temor a la vida y a la muerte, defendido por ese halo de grandeza que rodea a muy pocos elegidos.
Pero yo no soy uno de ellos. Por eso yo vivo en los altillos de esos mismos locales, escucho música que me recuerda aquellos viejos tiempos y lugares donde nos enamoramos y me emborracho a la luz de las velas asimilando a duras penas la fugacidad del tiempo. E intento aceptar lo mejor que puedo eso que reza el epígrafe de esta entrada, que no importan nada los problemas de tres pequeños seres en este loco mundo. Pero en días como hoy también estoy dispuesto a matar, no sé muy bien por qué, al Mayor Strasser de turno y acepto tener que huir, a consecuencia de ello, de mi destino, aunque sea rumbo a ninguna parte, a cualquier otra Casablanca y a cualquier otro bar en el que siga sonando el As time goes by.