Peluquería de caballeros regentada por señoras y otros paraísos

Antes de comenzar a relatarles lo que me ha ocurrido esta mañana quisiera introducirles en una acalorada discusión que venía manteniendo conmigo mismo de camino a la cafetería desde la que escribo. Es la siguiente: Si aceptamos que el paraíso es un lugar cambiante, que muda de color, temperatura, aspecto y nacionalidad, que puede ser monoteísta, politeísta, comunista o ateo, que su concepción varía entre ocupados (el bar), parados (el trabajo) y pensionistas (Benidorm) –y que debería ser de género femenino si la persona que se refiere a él es una mujer– mi duda es si la RAE, la iglesia de Roma o Dante, en función de quien ejerza la autoridad en cada jurisdicción, deberían aceptar una pluralidad de paraísos –tantos al menos como colmos y chistes sobre colmos– e introducirlos por la vía del Decreto Ley en la legislación española como lugares protegidos, libres de humos y correctamente esterilizados (que no vacunados, por Dios), hecho que arrastraría mi voto del próximo 31 de abril hacia el partido que se tomara en serio esta cuestión, por encima del debate sobre las armas de fuego en Cataluña o el derecho al aborto en los Parques Nacionales, perdón si mezclo temas.

El capitalismo consumista, pese a lo que pudiera parecer, exige sus propios actos de contricción –recuerden, si no, a Borges: he cometido el mayor de los pecados que un hombre puede cometer, no he sido feliz–. Tiene sus propias iglesias, con sus particulares advocaciones –Zara, Primark, Media Markt,…– y, vertiendo la amenaza del infierno en la tierra, se ofrece a sí mismo como paraíso. Lo más sorprendente ha sido la evolución de sus votos, desde la pobreza, la castidad y la obediencia hacia la lujuria, el vicio y la avaricia, lo que ha terminado por desdibujar los límites del otrora exclusivo convento benedictino, ahora llamado aldea global.

Pues bien, como les decía, la pesadumbre a la que me llevó la conciencia de este gol que la religión nos ha colado, una vez más, a agnósticos y escépticos, me llevó a encerrarme, cuando el reloj daba las doce (hecho tan irrelevante como todo lo anterior que Google aprovechará para penalizarme por extender demasiado este párrafo, lo que me vendrá bien para librar la censura), en una peluquería del centro de Logroño, lo que no fue sencillo, pues antes hube de sortear a mujeres con vestidos de pieles de animales que sus hijos millennials adoptarían como mascotas, hombres trajeados que se excusaban diciendo que tenían algo importante que hacer (¿una operación bancaria? ¿una apuesta para el partido de esta noche?) y niños muy pequeños, a tiempo de no ser amaestrados pero que lo serán en virtud del séptimo mandamiento de esta nueva religión: “no robarás sin antes pasar por el colegio.”

Una peluquería para caballeros regentada por mujeres. Pequeña, austera en su decoración y, por encima de todo, silenciosa. Un pequeño templo budista en medio del ruido de abogados y sirenas, desde donde nos fue imposible saber si el golpe que se produjo en la rotonda más cercana era el de dos vehículos al chocar o el del vecino del sexto al estamparse contra el suelo –¿otro que no ha sido feliz?, pensamos–. Un homenaje al corte con tijera, una buena previa del vino sin motivos, una herencia del patriarcado (sistema en el que las mujeres cuidaban de los inútiles), al que la libertad de expresión que me ampara según el quinto mandamiento de la nueva religión –di lo que quieras siempre que no te lean– me permite definir como Arcadia, al menos para la mitad del planeta que tuvo la genial idea de vivir de la caza, las guerras y el cuento mientras la otra mitad más una –siempre fueron mayoría demográfica a partir de una determinada edad– los atusaba, se embarazaba y daba a luz a los futuros vividores y parturientas.

Siempre imaginé el paraíso como una especie de peluquería de señoras para hombres, podría haber dicho Borges si hubiera estado en mi lugar esta mañana, preguntado por la longitud del cabello o el tipo de patilla, recibiendo el aire cálido en movimiento que elimina los restos de tejido capilar, masajeado por las cerdas del peine en el más absoluto silencio, sin tener que confesar sus adicciones, debilidades y origen. Sin ni siquiera tener que pronunciar su nombre en el espacio entre dos buenos días.

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