Palabras de amor

Palabras de amor, sencillas y tiernas, que echamos al vuelo por primera vez. Apenas tuvimos tiempo de aprenderlas. Recién despertábamos de la niñez.

                                                                                                                              (Joan Manuel Serrat)

 

A veces siento la tentación de escribir un panegírico a la muerte de una figura ilustre de nuestra cultura y si termino descartándolo es por ser consciente de que otros lo harán mucho mejor que yo. En ocasiones siento la necesidad de llorar a esos ídolos con los que nunca me iba a encontrar, de llorar, por lo tanto, la existencia de esa ocasión remota que nunca se iba a producir. Pero qué es nuestra vida sino una continua fábula sobre una posibilidad no satisfecha. Llamémosla esperanza y consolémonos así.

 

No he asistido a ningún concierto de Pablo Milanés. Alguna opción de haber estado en uno de ellos se truncó de la más insospechada manera. No colecciono sus discos (no colecciono nada) y solo de vez en cuando suena en mis auriculares inalámbricos camino del trabajo. Sí he puesto en bucle, en cambio, su versión de Que se llama soledad, tan imperfecta, tal vez, en el fraseo como impecable en el tono y la interpretación de las emociones que Sabina quiso plasmar al escribirla. O eso creo.

 

Y sin embargo siento que se me ha muerto un amigo. Uno de esos que veo de vez en cuando, pero de quienes me reconforta saber que simplemente existen, que siguen peleando por la vida en sus oficinas y sus barrios y apartamentos de la gran ciudad. Uno de esos amigos con los que me escribiría cartas hace unas décadas y a los que ahora envío un mensaje por el cumpleaños deseando que no lo responda, no sea que la conversación se alargue y posponga mi dedicación a los afanes diarios, pero sí que lo lea y le haga esbozar una sonrisa por aquella vez, aquella noche, en que reíamos dichosos a pesar de todo.

 

Pero es que, además, con la muerte de Pablo, que se suma a las de Aute o Leonard Cohen, o a las de Tena o Aznavour, allá cada cual con su panteón, creo que va muriéndose un género, la canción de amor, que representaba también los gustos de una época, de una generación que cantaba y narraba una visión quizá ingenua de la vida y las relaciones, pero que ha emocionado y unido en un abrazo común a tantas personas que solo por eso habrá merecido la pena su carrera, aunque sea ya carne para historiadores. Habría algo de mercadotecnia en su éxito, no lo dudo, pero muchas más dosis de ternura y belleza, también de autoría y libertad creadora: las suyas no eran letras para vender, eran letras para enamorar, para la seducción involuntaria y bienintencionada (y yo solo creo en esta) y la empatía. Una intimidad desnudada y traducida en palabras que entendíamos tan bien…

 

La muerte de Pablo enseguida trajo a mi mente una de esas canciones que siempre me hace llorar, Paraules d´amor, de su amigo Serrat. Y esa sentencia que dice que a los 15 años no se saben más que tres o cuatro frases hechas, y que con eso basta, al menos en ese momento de efervescencia hormonal y descubrimiento del sexo y el amor fuera de la familia. No es a los adolescentes a los que les faltan palabras, es a la sociedad a la que le faltan autores, canciones y letras como las de Pablo. Enterrar a sus ídolos, esto se nos da muy bien, y desenterrar sus legados, algo que solo hacemos durante los primeros días del duelo. Aprender a expresarse. Palabras de amor, en definitiva, conscientes de que ya nunca tendremos quince años.

 

No tengo nada en contra del reguetón, comprendo la fórmula que enardece a las masas, que las lleva a perrear a su ritmo y, a pesar de todo, quisiera ver a adolescentes adquiriendo vocabulario, aprendiendo a amar de la mano de Pablo o de Luis Eduardo, de Leonard o Charles, transformando la realidad, su realidad, a través del lenguaje, esa poderosa herramienta que antes manejaban los trovadores con el permiso del público y que ahora manipulan los listos sin escrúpulos y sin vergüenza alguna, empobreciendo nuestras conversaciones, nuestros paseos al trabajo, nuestras simples existencias. Ya se sabe, tristes hombres si no mueren de amores (tristes, tristes). Y encima sin saberlo. Sin las palabras precisas para darse cuenta. Las que habitaban las canciones de Pablo, las que creaban mundos y, nuevamente, posibilidades, meras y al mismo tiempo ricas posibilidades de amar.

 

Gracias, Pablo.

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