La mejor atmósfera para disfrutar de los cafés es la de un día gris y lluvioso en el que corre una ligera brisa del norte que se cuela hasta los cartílagos. Uno de esos días de noviembre en el que las tareas adquieren un tono cada vez más absurdo y el espejo te devuelve la exacta visión de lo que eres con una hiriente concreción: eso de ahí eres tú, ese amasijo de órganos apenas soportado por un esqueleto raquítico que conserva determinadas esperanzas y ambiciones que en realidad se resumen en poder comer tarta de queso cada dos o tres semanas, la cadencia con la que te permites un pequeño lujo.
Tarta de queso y café, la mejor bebida del mundo y la que más connotaciones lleva asociadas. Un café abre posibilidades y también las cierra, o al menos lo hacía antes de la era del Tinder, en la que muchas veces este trámite es considerado inútil. En los cafés, al menos antes de Twitter, se confabulaba y conspiraba, se cocían revoluciones, especialmente intentos fallidos. Ante una humeante taza de café el más pusilánime de los hombres era capaz de pronunciar una proclama, un discurso heroico, el plan de apertura de una tienda de lencería o la compra del club de fútbol de su barrio de siempre.
Hablar de las características del café ideal desde uno de los escaños del café de mi vida es como hacerlo de la chica perfecta estando acostado junto a ella, evitando decir que tiene su nombre, que se viste (y se desnuda) como ella para que no se dé por aludida, no sea que se sonroje. Tal vez nos pasamos la vida buscando el rastro del olor de nuestra madre, la canción que sonaba en la radio del coche de nuestro padre camino del pueblo y un café como en el que estoy sentado y en el que afirmo haber sido feliz. Puede que no persigamos más que completar el círculo, regresar a la tierra tras haber jugado con ella.
Pero hablaba de los cafés, esos lugares a los que pido una mezcla armoniosa entre silencio, música y ruido. Una luz tenue pero suficiente, al menos para una lectura poco atenta, un ir y venir de páginas en busca de la frase que dé sentido al día, que pague por sí sola la consumición. Camareros amables, pero no empalagosos, con la capacidad para interpretar quién acudió a ellos en busca de consuelo y quien fue, simplemente, a hablar consigo mismo. Una historia o, mejor aún, la posibilidad de una historia que abre un bolso abierto a la vista de quien escribe en el que reside una botella vacía de ron. O un libro de Pessoa.
Una ventana que vigila el mundo al tiempo que se cierra a él, pidiéndole un necesario respiro. Cuadros que no interrogan. Mesas de mármol dispuestas a soportar un movimiento brusco de cabeza, el que acompaña a un pensamiento demasiado prolongado, o a una cabezada fuera de tiempo y lugar. Que no cedan ante este ademán ni tampoco ante un puñetazo de desesperación para el que sobran los motivos.
Un espacio en el que refugiarse de la masa y las instituciones, abierto al diálogo y cerrado a la negociación y el compadreo. Prohibido hablar de moda, nada de normas de etiqueta, se aceptan invitaciones. En el café de mi vida nunca hay prisa, el tiempo se detiene, anochece sin que lo sepamos. De ahí que lo busque en cada ciudad que visito y regrese a él siempre que puedo, idealmente en un día como el de hoy, gris, lluvioso y de noviembre.