Mirar como entonces

Anoche, al abandonar la sala, escuché cómo una mujer anciana le decía a su marido: “no podía terminar de otra manera”. Aquella señora, como yo, aceptaba la solución final de La forma del agua (Del Toro, 2017) como en su día acatamos que el malvado lobo muriese hundido en el estanque por el peso de las piedras introducidas en su vientre: sin cuestionarnos la veracidad de los hechos, su certificado de realidad.

Desde luego, la película del director mexicano Guillermo del Toro pone a prueba, por igual, a escépticos y adultos de mediana edad, a toda una generación que se retuerce en los asientos del cine, caverna pública ajena a los dominios de la serie de moda, para evitar emocionarse al presenciar la epifanía del amor entre dos pequeños monstruos, incapacitados para la locución pero no para el cuidado mutuo, la compasión y el sexo. Si Auschwitz terminó, en palabras de Adorno, con la posibilidad de escribir poesía parece que Vietnam, los existencialistas y mayo del 68 hicieron lo propio con la ingenuidad de una generación a la que le bastaban las piezas de un musical, la media sonrisa de Clark Gable, o la completa de Audrey Hepburn, para lavarle las manos, manchadas de sangre inocente, a sus mandos ejecutivos y militares.

Tal vez no sea en Occidente donde está llamado a emerger el jardín del Edén. O que estén marchitas ya las manzanas doradas del huerto de las Hespérides –tanto como la diosa Hera, su hortelana, o su mera idea. Es posible que desde esa mirada constantemente alerta, a través de esa pupila de movimientos espasmódicos y fulgurantes, al mirar La forma del agua no se perciba otra cosa que un cuento infantil donde está trazada con tiza una gruesa línea entre los buenos y los malos y surgen, como malas hierbas, personajes estereotipados.

Yo, sin embargo, decidí volver a prestar atención a esa pantalla que tantas veces me ha seducido y fascinado. Clavar la mirada como hacía de niño ante lo que aún carecía de palabra que lo nombrara (tal vez buscándola) u objeto con el que establecer una comparación. Me introduje en el cuento y me dejé llevar por la belleza de la música y las imágenes, vi caer ante mis ojos la cuarta pared, qué diablos, yo mismo la empujé para que no quedaran ruinas que obstaculizasen el camino.

Y el cine logró una vez más sacarme de las profundidades subacuáticas de la realidad, del cuarto sumergido, oscuro, y de ese tono verdoso que escogió el realizador para la fotografía. De nuevo, como tantas otras veces, el cine me puso en contacto con sentimientos que el devenir diario me invita a aparcar y lo hizo, además, con una belleza plástica que define a un director de sensibilidad privilegiada: uno de esos pocos niños que se ha creído en el derecho de seguir siéndolo. Su valentía ha tenido premio.

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