Mi reino…

Qué bueno fue comprobar que las ventas de la primera publicación de una joven poeta local iban “viento en popa”, palabras del librero. Al final, aunque el lenguaje de la poesía es universal, uno cuenta con la ayuda de los compañeros de tribu para propagarlo, primero a lo largo y ancho del valle del río de la infancia; más tarde, con el impulso del marketing y el azar, o al amparo de algún mecenas o mentor, también allende las montañas, las fronteras administrativas y lingüísticas y las grandes masas de agua.

Me entristeció, en cambio, ver la librería vacía, las estanterías llenas de libros, libros que solo existen cuando son mirados, exhumados, y su mensaje se extiende más allá del ataúd de mármol que vienen a simbolizar sus tapas: Onetti, Pessoa, Arendt, todos guardaban silencio. En el espacio que enmarcaban los anaqueles, tres filas de sillas se hallaban orientadas hacia un par de sillones de cuero que ya debían estar ocupando el autor y la persona con la que había contactado para mantener una charla a modo de presentación. Precisamente esta, jadeante al tratar de llegar con el menor retraso posible, me saludó con desmedida efusión, lanzándome un mensaje que me apresuré a ignorar: me enfundé la capucha y salí a la calle decidido a meterme en una cafetería donde leer el poemario que terminaba de adquirir.

Cambié de idea cuando, tras permanecer unos minutos curioseando a una distancia prudencial de la puerta si habría alguien interesado en la presentación de la novela, supe que el señor de pantalones de pana y jersey de lino que hablaba por teléfono a escasos metros de mí era el autor. El tono jocoso de sus palabras –“con firmar un libro entre hoy y el sábado soy feliz, Ramón”– contrastaba con el temblor de sus piernas, un movimiento que ocasionaba que menudas gotas de agua fueran calando sus calcetines grises. Por una mezcla de lástima y compasión, siendo consciente, además, de que nuestros roles podrían intercambiarse en el futuro, regresé a la librería y con una sonrisa amplia abrí la puerta y dejé pasar a una pareja de mediana edad disimulando lo mejor que supe que mis ojos luchaban por clavarse en el borde de su falda de leopardo y sus afilados tacones.

No quise sentarme. Preferí repasar uno a uno los títulos de los últimos best-seller tratando de encontrar el algoritmo que hay detrás de su éxito. Mientras tanto, por encima de sus portadas, observaba de reojo la escena: el autor sonreía nervioso ante los forzados halagos de la maestra de ceremonias y sus pupilas recorrían cada pedazo del techo con tal de no cruzarse con las manos entrelazadas de la fogosa pareja. Perdí el hilo cuando comenzó a hablar de la trama y la elaboración de los personajes –hojeaba entonces un ejemplar de Adam Zagajewski. Solo un estornudo del autor me trajo de vuelta a la librería, revisé la hora –habían pasado veinte minutos– y aplaudí con moderado entusiasmo el fin de la presentación, acto en el que me acompañaron los dueños del establecimiento mientras nos mirábamos sin comprender la naturaleza de aquel comportamiento, el porqué de un aplauso que no debió interrumpir el silencio.

Era de esperar. El autor alegó el cada vez mayor protagonismo de la firma electrónica en su trabajo para excusarse por no llevar un bolígrafo encima. Yo se lo presté. Preguntó para quién y ella dijo que para él antes de interesarse por cómo le iba, por si lo había superado y había vuelto a enamorarse. Afirmó con la cabeza mientras repasaba la rúbrica y cerraba el libro de un golpe. “Está todo bien, Mariana, espero que te guste la novela”.

Tuve que perseguirle hasta el bar en el que se metió a invitarse a una copa de whisky. Se había quedado con mi bolígrafo y, tras disculparse, volvió a dirigirse a la audiencia: “Solo espero que además de feo sea un hijo de puta, tal como lo he descrito en el libro”. Lo dejé en la barra, riendo a carcajadas, bebiendo Bourbon a pequeños tragos y con los deberes ya hechos para el sábado.

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