La Marsellesa o de cómo un himno para la paz fue convertido en un canto bélico.

En estos días posteriores a los atentados de París uno se levanta y asiste perplejo al uso perverso y exaltado del que hasta el pasado viernes siempre había sido considerado un canto pacífico, la Marsellesa. Sus siete estrofas de ocho versos y su estribillo se vienen escuchando estos días en las plazas de medio mundo después de esa soflama militarista titulada Imagine en la que John Lennon juega con la inteligencia del sujeto medio sugiriéndole al pobre gilipollas que evoque un mundo ideal para que le estallen las venas al compararlo con la mierda que nos rodea. Al terminar el Imagine, claro, cuando al pobre trabajador le pinchan la Marsellesa, la canta exaltado exigiendo sangre enemiga y olvidando que su letra, solo apta para mentes brillantes por la cantidad de metáforas y dobles sentidos que contiene, era en realidad un alegato en favor de la paz.

Cierto día, regresando en tren desde Madrid, leí en una obra de Stefan Zweig el origen del himno francés. Resulta que fue compuesto por un capitán destinado en Estrasburgo cuando las tropas prusianas ya miraban a los locales con el ceño fruncido y los trabucos cargados desde el otro lado del río. Dice el ilustre judío alemán, suicidado en Brasil junto a su mujer por no poder soportar la alegría que le generaba pensar que Hitler pudiera ganar la Segunda Guerra Mundial, que Rouget de Lisle –así se llamaba el capitán–  se sirvió de las proclamas y consignas que circulaban por la ciudad aquel día. “¡A las armas, ciudadanos!”; “¡marchemos, hijos de la libertad!” Vamos, que no inventó nada, y que solo hizo un guiso con todas esas buenas intenciones que el pueblo de Estrasburgo proclamaba en voz alta para mostrarse hospitalario con los vecinos prusianos, amigos de toda la vida, casi familia.

Hace unos meses tuve una discusión con un ilustre historiador en paro. Él me aseguraba que aquel himno, pensado inicialmente para alentar a los Ejércitos del Rin, llegó a oídos de unos soldados acuartelados en Marsella que luego partirían hacia París para ayudar a Robespierre a consumar la revolución dentro de la revolución e imponer el régimen del terror, y que de ahí vendría el sobrenombre de Marsellesa con el que ha llegado a nuestros días este canto pacífico, ahora utilizado para asustar a los niños. Me asegura que mientras se entonaban sus versos rodaron 1.119 cabezas en la Plaza de la Concordia. Pero eso da igual. Podría haber sonado el Ave María de Schubert, si ya hubiera sido compuesto, y eso no lo convertiría en un himno violento.

Aquel día, mi amigo, hombre razonable, terminó convencido de que la Marsellesa fue concebida como un himno pacífico y de que su letra debería figurar como epitafio en la tumba de los grandes valedores de la paz en el mundo. Les diré cómo lo hice: tomé alguna de las estrofas y rescaté tras su apariencia –y ya se sabe que no debemos juzgar por las apariencias–, su sentido último.

En marcha, hijos de la patria, ha llegado el día de gloria. Contra nosotros, la tiranía alza su sangriento pendón. Sin duda, estos versos son una llamada a la manifestación pacífica. Se inicia así la tradición que ha llegado a nuestros días de defender los derechos perdidos o recordar a los muertos de un atentado en movilizaciones silenciosas y marchas ciudadanas. En ocasiones muy especiales, se encienden velas o se muestran pancartas.

Amor sagrado de la patria, conduce y sostén nuestros brazos vengadores. Libertad, libertad amada, combate con tus defensores. Una estrofa que empieza con la palabra amor no puede ser sino una muestra de buena voluntad. Se clama por la libertad y se le pide compañía en el combate, metáfora de la lucha diaria del hombre contra sí mismo. Se habla de brazos vengadores, solo en aras del ritmo y la rima. En realidad, por venganza siempre hemos de entender justicia, como bien nos recuerdan los grandes sabios de nuestro tiempo en las tertulias de televisión.

A las armas, ciudadanos. Formad vuestros batallones. Marchemos, marchemos. Que una sangre impura inunde nuestros surcos. Escribo al borde de la lágrima lo que este estribillo despierta en el fondo de mi alma. Cuando uno sabe que por armas el capitán Rouget de Lisle se refería a claveles y que aquellos batallones eran en realidad fraternidades como las que hoy día surgen en las universidades de medio mundo, uno no puede por menos que emocionarse con esta llamada a que corra el vino, símbolo de la amistad, por los surcos de la tierra compartida, fertilizando los sueños de franceses, prusianos y, en general, de todos los habitantes del mundo.

Así continué durante horas, abriéndole los ojos a mi amigo, y una vez tuve su atención de nuevo, después de que se recuperase del shock que le supuso saberse estafado por profesores de universidad, sesudos libros de historia y por el propio imaginario popular; le expliqué cómo hemos llegado hasta nuestros días, cómo fue envileciéndose un canto tan bello. Tres momentos han sido claves en este proceso.

Uno, el nacimiento de Édith Piaf. Si Édith Piaf no hubiera nacido, nunca hubiera cantado La Marsellesa con esa voz salida de las entrañas. Rouget de Lisle quería que su canto fuera entonado por una voz angelical, no por el diablo que tenía por cuerdas vocales “el gorrión parisino”.

Dos, la película Casablanca. En el bar de Rick, donde se jugaba y se traficaba con salvoconductos, parece que Viktor Laszlo es un héroe, Rick Blaine un pringado e Ilsa el sueño de todo hombre, pero nada es lo que parece. Rouget de Lisle nunca hubiera querido que se utilizara su himno para elevarlo sobre el alemán. En su ánimo conciliador hubiera preferido que terminaran los acordes de este antes de que se recitara su canción.

Tres, Miguel Indurain y Rafael Nadal. Sin duda alguna, estos perversos soldados españoles, infundiendo una vez tras otra vergonzosas derrotas a los deportistas franceses, han levantado recelos, sospechas y, por encima de todo, fuertes envidias. Así, en vez de querer derrotar a los vecinos españoles en buena lid, los franceses han querido imponerse empleando la prensa y, por supuesto, cantando La Marsellesa como si se tratara de una llamada a las armas.

Pero nunca lo fue, no al menos hasta nuestros días, jornadas tristes en las que se canta en las plazas antes o después del sangriento Imagine. Ahora, tras los atentados del 13 de noviembre en París, quien más quien menos percibe que cuando se pincha la Marsellesa en la megafonía de un gran estadio, en los créditos de un telediario o al entrar en el perfil de algún viejo amigo en Facebook, se pide sangre, y no precisamente vino, en nombre de la libertad.

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