La enésima venganza

La del Covid-19 no es sino una nueva venganza de la geografía, materia relegada a opcional en el currículum del bachillerato y a extinguirse toda vez que el mundo, la aldea global, pasaría a explicarse sectorialmente a través de bytes. Y aquí nos ven, confinados en nuestros domicilios, distintos según el ámbito geográfico tanto en su fisonomía como en sus comodidades. No es lo mismo pasar la cuarentena en una barraca que en un hórreo, en un barrio del anillo comercial y burgués que en una banlieue parisina o en una bidonville norteafricana.

Ni siquiera el acceso a Internet, principal aplanador, es similar entre regiones, o entre barrios y sectores de una misma ciudad, donde la pobreza sigue estando localizada y estigmatizada, dentro de ese cuarto mundo que nos roza pero que no vemos. Por no hablar de las respuestas políticas, de cómo la geopolítica va a ser determinante en la salida de la crisis sociosanitaria y en la implementación de las medidas (¿Europa?) para suavizar el desastre económico al que nos vemos abocados, un desastre que no se explicaría únicamente por un cese de dos meses en la actividad si no fuera por las mutuas dependencias, los intensos intercambios de expectativas, la infinita extensión de las cadenas de deuda, algo que tampoco vemos.

Si el mundo fuera verdaderamente una aldea global, su regidor habría decretado una quita multisectorial y diseñado un rescate de los colectivos más desfavorecidos, y antes se habría encargado de proteger a toda la población de riesgo. Y habría obligado al barrio chino a comunicar la verdadera gravedad de la situación, para ayudar a sus hermanos en la prevención de la catástrofe. Pero China, amigos míos, humanistas de nuevo cuño, quiso antes salvaguardar su imagen, hacer propaganda del régimen que ser transparente y alertar. No extraña el ofrecimiento posterior de limosna. No les mueve la mala conciencia, no, sino el dominio de un mundo en ruinas a la vuelta del verano, un mundo dependiente de su caridad interesada y de las mascarillas de Aliexpress.

Como podíamos prever, el caballo del malo solo es el más lento en las películas. En la realidad sociopolítica, gobernada en última instancia por la estrechez de miras de un granjero de Iowa que cuando votó pensaba en la subvención al trigo que le prometió el presidente Trump, un misógino racista, iletrado e inmoral, el egoísmo sigue siendo el principal motor del mundo. Los intereses particulares se siguen canalizando a través de los estados, una ficción nacida antes de que las luces de la razón se encendieran y, por ello, mucho más efectiva que los ecos de esta globalización que intenta germinar en un mundo sin dios pero igualmente ignorante. Y ultranacionalista. Y egocéntrico y paleto.

Es la geografía, estúpidos, en su vertiente económica, cultural y también política. También en la biológica y meteorológica, pues parece que las latitudes templadas pudieran resultar perjudicadas en esta ocasión por sus contrastadas temperaturas (y por estar, por este motivo, superpobladas). Ante la amenaza de un mal tan geográficamente selectivo, aunque «global» en el discurso por afectar al primer mundo, la globalización debe aceptar jugar un papel simbólico. Es cierto, podemos acceder a múltiples medios de comunicación, pero todos nos van a “informar” de la pandemia. Es cierto, podemos hablar con amigos a miles de kilómetros de distancia, pero únicamente para contarles que estamos en nuestras casas, actuando como buenos ciudadanos, creyendo en los cuentos con los que nos mecen los políticos, esperando que velen por nuestros intereses particulares. Y podemos creer en la OMS, pero para eso mejor me aferro a la resurrección de Cristo (no porque no lo hagan lo mejor que puedan, sino porque no se puede saber).

Dicen que la última restricción que se levantará, si un día llega el final de la cuarentena, será la del cierre de fronteras. Y que algunas pesadillas han llegado para quedarse, como la de llevar mascarilla y evitarnos a toda costa. Después de años ignorándola, pisoteando los mapas, haciéndonos selfis de un modo insdiscriminado desconociendo por completo las coordenadas de nuestra posición, no hará falta un GPS para saber por dónde nos tenemos que mover. Bastará un sensor para evitar que nos acerquemos a menos de dos metros del siguiente individuo. “Uy, perdone, no quería, le enviaré un ramo de flores”.

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