Invierno

Cuando el Sol de mediodía golpea sin clemencia la línea imaginaria que llamamos Trópico de Capricornio, las latitudes boreales inauguran el invierno. Se ciernen sobre ellas el aullido del lobo y el no menos inquietante silencio de las golondrinas. No por más templada en nuestros días, es esta estación más amable en el imaginario colectivo de una sociedad que, cuando piensa en ella, lo hace también en el esqueleto de los árboles por los que dejó de circular la savia, en valles aislados por la nieve y playas vacías dominadas por la bruma y un bravo oleaje.

Al invierno, por más que que las sociedades modernas le hayan reservado su propio espacio de ocio, no le dedican los poetas cuadernos de vacaciones; no, al menos, con la vocación iluminadora con la que hablan de otras épocas menos sombrías. En el invierno, el pintor impresionista se recoge al abrigo del brasero aguardando el esplendor de la naturaleza y la luz primaveral de un mayo florido. Al final de diciembre, a las cuatro de la mañana, desde un gélido Nueva York, escribe Leonard Cohen su “famous blue raincoat”.

Del invierno llaman la atención la escarcha en los cristales, la nueva moda de bufandas, guantes y gorros y el aire fúnebre de los pálidos tonos que adquiere la hierba, aterida de frío. Y no importa que el cielo muestre un azul anticiclónico, pues el ciudadano no levanta la mirada por miedo a que la brisa congele sus vasos sanguíneos –quién quiere morir en invierno–. En estos meses de hielo y oscuridad, la rutina encierra a la inspiración y los planes quedan pospuestos a la espera del equinoccio, antesala de un nuevo solsticio al que saludar con lenguas de fuego y libaciones a dioses paganos que nos hablan de esta forma tan particular de vivir el ateísmo que nos caracteriza.

Dejen, sin embargo, que me niegue a aceptar cuantas sentencias se han vertido sobre el invierno en anteriores líneas. Déjenme, sí, mientras tirito, sí, mientras observo desde mi ventana al roble desnudo y al ciprés insolente. Déjenme que les proponga unos cuantos planes para llenarlo, para poder recordarlo del mismo modo en el que nos referimos, con nostalgia, a aquellos veranos de la infancia, con sus amores genuinos y esos juegos tan serios. Sin renunciar a la melancolía a la que nos convida, al encuentro con uno mismo, pero valorándolo como un período fundamental del año y, por lo tanto, de nuestras vidas.

Porque en invierno uno puede encontrar en el tiempo una excusa perfecta para abrir ese clásico que lleva años llenando de cultura su salón. O encontrar en una butaca del cine el lugar indicado para viajar sin necesidad de llenar dos maletas con ropa de abrigo. En invierno, el humo de la taza de café señala el lugar donde se urden conspiraciones o se traman planes más modestos. En invierno vuelve a tener sentido el reproductor de vinilos, el brazo que rodea el hombro y la mano que aprieta la tuya deseando la fusión completa de dos almas. En cada paseo hacia el estadio, con las manos en los bolsillos y los dientes apretados, se renuevan las pasiones irracionales. En cada espera bajo la lluvia, en la que el tiempo parece no avanzar suficientemente rápido, mientras el amante repasa mentalmente la hora a la que llegaba su tren, también.

En este invierno, lean como si acabaran de cobrar el intelecto, acudan al cine como si fueran vecinos de Edison o los Lumière, deténganse a escuchar ese disco recuperando en su interior aquello que provocó su compra. Tomen café y conspiren, sí, conspiren a favor de esta estación del año, en contra de todo aquello que la viene relegando a los umbrales solitarios de una mente atormentada o aislada. Y amen. Amen también el frío.

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