Hasta la última palabra

«Desde que murió mi madre, el tiempo pasa mucho más deprisa», ha mencionado Pedro Almodóvar en varias entrevistas. «Tú eras mi hogar, madre, no tenía más hogar que tú» escribe Janet Fitch en su novela White Oleander (1999). También se le atribuye a Víctor Hugo la siguiente frase: «no hay nada más poderoso que el amor de una madre… salvo su ausencia».

 

Veinte años después sigo sin alcanzar una certeza sobre el significado real de la muerte de una madre, de mi madre. Veinte años después, por más que sean nada para el tango, me acuerdo ─y me lamento por ello─ más de su muerte que de su vida, más de aquel día que de los 6.420 anteriores. Y recuerdo, como si fuera hoy, tal vez porque hoy huele de la misma manera, los aromas primaverales que, parafraseando la sentencia inicial de Perdición, me incitan a pensar que la muerte huele a lavanda, romero y tomillo, esa mezcla de esencias que inundaba la atmósfera gris de Salamanca el 27 de mayo de 2005.

 

Supongo que hay tantos significados como personas huérfanas del abrazo materno, del vínculo más íntimo que un hombre puede experimentar en este planeta. Y digo hombre porque, al menos potencialmente, las mujeres pueden sentirlo con sus hijos e hijas, a quienes albergarán en su seno, alimentarán y acunarán antes incluso de que nazcan, pero a los hombres solo nos es dado sentirlo como sujetos pasivos, receptores de ese cariño fundacional, genesíaco. Con la muerte de nuestra madre se corta el lazo, el cordón umbilical de nuestra existencia y no nos queda otra opción que caminar a tientas por las arenas movedizas de un mundo que, una vez aceptada la realidad del suceso, nos llena de miedo y de dudas.  

 

Puede que lo que más aporte la presencia de una madre, aunque sea en la distancia, sea seguridad, una autoestima a prueba de fracasos. Puede que en la búsqueda de ese lugar que mencionan los psicólogos, todos los que tengan la suerte de haber tenido una buena madre terminen imaginándose a su lado, o en sus brazos, o dando un simple paseo con ellas. Pocas cosas me emocionan más que la expresión de cariño de una madre hacia un hijo. En realidad, solo una: la expresión de cariño, admiración y agradecimiento de un hijo hacia una madre.

 

Ahí reside mi gran deuda, la que arrastro como puedo cada día en los abrazos no dados, en la ayuda no prestada a tiempo, en las historias no contadas en vida. De hecho, aún pienso que escribo para ella, como si pudiera leerme, y que cada texto, cada libro, no es algo diferente a esos primeros balbuceos que solo ella, como madre, era capaz de identificar con un significado concreto, probablemente más inteligente que el original. En eso, entre otras cosas, consiste también el llamado «amor de madre» y puede que no sea bueno para progresar profesionalmente, para ganar más dinero, porque es complaciente e invita a la compasión, pero desde luego es imprescindible para sobrevivir y aprender a amar a los demás.

 

Con la muerte de mi madre sentí también que todo perdía sentido, por lo que me dejé llevar por los instintos y mis estándares morales se relajaron de un modo que aún me avergüenza.  Sé que es injusto con las mujeres, que hoy rechazan, y es lógico, este papel moralizante que la sociedad y el patriarcado les han otorgado de forma interesada, pero era bonito sentir que, además de las fuentes del derecho ─la ley, la costumbre y los principios generales─ existía una ley no escrita que me invitaba a comportarme como si me pudiera ver mi madre. No un dios cualquiera, no un leviatán o un déspota, sino mi madre, con esa autoridad que le concedían todos los sacrificios y las heroicidades que había hecho antes por mí.

 

En fin, escribo para intentar comprender por qué te fuiste tan temprano, lanzo mensajes, también de socorro, en una botella lanzada al ciberespacio, sabiendo que allí tampoco estás, como en ninguna parte salvo en los recuerdos de todos los que te quisieron, en la memoria, en mis virtudes y defectos, en mis torpezas y algunas, pocas, habilidades, en estas y otras palabras que tú me enseñaste a escribir y pronunciar, y a asociar a significados y conceptos.

 

Escribo y al leerme, para corregirme o matizarme, al entender que es en el lenguaje primordial como primero nos comunicamos, asumo, tal vez como un deseo infantil, íntimo e inefable que no te fuiste, que estás aquí, que tú también tecleas estas letras y tú también decides que, aunque no sirvan para nada, nos hacen sentir vivos y unidos para siempre. Como cuando me alojaba, sin saberlo, en tu útero. Como cuando muera, muramos ambos, un día cualquiera, pronunciando tu nombre. 

One Reply to “Hasta la última palabra”

  1. Querido Juanjo,

    Gracias por transformar la nostalgia en palabras que abrazan. Al leerte he vuelto a oler la lavanda del 27 de mayo de 2005 y he sentido, como tú, el vacío y la fuerza que deja la ausencia de mamá. También yo sigo escribiendo ―y viviendo― como si pudiera verme con esa mirada suya capaz de descifrar nuestros balbuceos y convertirlos en significado.

    Hoy, veinte años después, tu texto me recuerda que el amor materno no se mide en la duración de una vida sino en la huella que deja: en nuestros gestos, en los silencios que heredamos y en la forma en que intentamos cuidar a los demás.

    La madre que compartimos sigue latiendo en lo que somos y en lo que seremos. Gracias por recordármelo con tanta belleza. Sigamos buscándola ―y celebrándola― en nuestras virtudes, en nuestras torpezas y, sobre todo, en el cariño fraternal que nos une.

    ¡Un abrazo!

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