Últimamente llego tarde hasta a los obituarios. Las muertes de personas que han definido mi vida me sorprenden ocupado, aproximándome a la mía con la vulgaridad de quien simplemente construye una senda transitable hacia el Leteo, cultivando para otros, recolectando frutos que no siempre llegan, sostenido por un cinismo que, como si de una fuente de dióxido de carbono se tratase, tiene la capacidad de asfixiarnos al rebotar sobre nosotros, agotando las reservas de sueños e idealismo.
Ha muerto Jesús Quintero y guardo silencio, no como homenaje a su respiración pausada, a los ecos de las respuestas de sus interlocutores, sino por ausencia de pensamientos a la altura de su cultura y su duende. En su momento me sentaba a verlo con papel y boli, fascinado por el arte con el que dignificaba el género de la entrevista a través de la pregunta o el comentario conciso, la escucha atenta o la réplica justa. Lo curioso es que nadie se sintiera intimidado ante él, temiendo excederse en alguna respuesta o citar mal a algún poeta de la antigüedad. Quintero parecía saberlo todo, pero y qué.
Su mayor contribución fue el tono humorístico de sus conversaciones: ningún tema, por serio que fuera, quedaba al margen de un tratamiento distendido, de alguna pregunta que relajara el tono de la charla hasta el límite de la sonrisa o la carcajada. Pasaron por la silla de enfrente numerosas personalidades: premios Nobel, premios Nobel no concedidos, canallas, presos, gente de la farándula, artistas… Todas se sinceraron ante el loco, como si haciéndolo posaran sobre él el peso del secreto que a modo de confidencia se le confiesa a un amigo. Incluso los que empezaban redondeando las frases, meditándolas de manera concienzuda, terminaban relajándose y contestando sin pensar.
Puede que en algunas épocas el contenido rozara lo grotesco. Puede que Quintero incurriera en aquello que más tarde criticaría sin piedad: la autoconsciencia, la lucha por atraer al público con personajes que empezaron a formar parte del folclore de una época que, a caballo entre siglos, ignoraba estar dando sus últimos pasos. Pero no quisiera quedarme en el gazapo, menos aún teniendo en cuenta la longevidad de su carrera, entre la radio y la tele, siempre al amparo de la noche, que es también el amparo de un cierto anonimato y el consuelo que te brinda saber que hay un público minoritario pero fiel al otro lado de las ondas, fascinado por la voz y el misterio de la palabra.
De entre todas las conversaciones recomiendo aquellas que mantuvo con Antonio Gala. En ellas la complicidad rebasa los límites de la pantalla, se cuela en nuestros hogares y resuena a modo de copla lorquiana. Cerca de Antonio, Jesús asumía lo que le tocaba: escuchar y llevar el ritmo dando palmas, sonriendo a una audiencia que, sin darse cuenta, estaba accediendo a lo mejor de la cultura de la región y del país, al gozoso autorreconocimiento de su condición humana, un don cuando el que la proclama es el escritor cordobés.
No creo en la vida eterna, pero tenemos YouTube como principal archivo de su memoria. Y la memoria en sí, como legataria de tanta palabra precisa y tanto silencio. Mientras tanto te diré que acertaste al citar a Juan Ramón: se quedaron los pájaros cantando. Los pájaros cantando y nosotros, quienes te admiramos, a la espera de la ansiada entrevista con Caronte. O con San Pedro, vaya, aunque a este no te lo creas mucho.