En el margen derecho de este papel

Otra parada en el camino y ya van treinta y tres. En este como en otros hitos del trayecto, en este otero desde el que la campiña se muestra tan amarilla como accesible, es tentador hacer balance y pensar en el futuro, simplificar el sendero que me trajo hasta aquí, dibujándolo con una línea recta, y continuarla hasta el margen del cuaderno dando por supuesto que su final es solo el del papel, el del espacio físico y material. Pero que todo seguirá existiendo allá donde nos dirigimos y aun después, que solo hace falta imaginación para seguir recorriendo esa línea, haciendo equilibrismo sobre los infinitos puntos, nodos, de que se compone.

Pero tú y yo sabemos que no es así. Que repensar el camino desde la cumbre es hacer de menos la cascada, la serpiente, el pájaro, un trozo de pizarra o cuarzo. Todos ellos nos hicieron detenernos, dirigir la mirada al frente, a lo alto o a ambos lados de la senda, para deleitarnos o alejarnos del riesgo. Sin embargo, siento que los pies y la memoria actúan como socios del olvido. Cada vez son menos las paradas que recuerdo, menos los sonidos que podría imitar. Mayores las amenazas, esto es cierto, pero me preocupan más las que vendrán que las que ya se fueron.

Aunque esto del miedo… Esto del miedo parte del conocimiento. Del evolutivo, adquirido por nuestra especie a lo largo de decenas de miles de años (y de sus antecesores, durante cientos de miles) y del que nos aporta la experiencia, con su lista de lugares y placeres prohibidos, con sus rayos y sus truenos inspirados en una única anécdota, fracaso o accidente, que desaconseja el uso de esta especia, o de esta otra, para que luego nos termine matando aquella otra hierba que aún desconocíamos.

Hablaba del amor, creación humana por excelencia y, por eso mismo, egoísta y egocéntrica, aunque se vista de virtudes. No hay amor tan abnegado que no espere, amor que no desee; amor, sin más, que no beba de la fuente del bienestar que provoca, de ahí que lo busquemos, desesperados, en los atardeceres rojizos, en las noches de luna llena, en las bibliotecas, en las cafeterías, en los baretos. Que lo confundamos con el sexo –ay esa caricia que sigue al clímax para alargarlo–, que nos aferremos a él mientras nos despeñamos, abrazados, prefiriendo la caída a su ausencia, que es también la ausencia de deseo, de espera, de bienestar.

Me gusta el amor de aguas tranquilas, apacibles, el que se entrega a una obra ya terminada, sea una novela, un cuadro o una canción. El amor que no juzga la trama, la técnica o el sentimiento que convoca un estribillo. De ahí que huya del ruido, de los sabios que lo hubieran hecho mejor pero que ni siquiera empezaron, de los críticos que escriben en el periódico y de los que empiezan las frases con un halago al que sigue, inevitablemente, una proposición adversativa, un pero, un sin embargo. No me gustaría morir con una conjunción adversativa en la boca.

Y esto va de morirse, diría un agudo observador externo, un auditor de esta y otras vidas. Esto va de morirse lo mejor y más tarde posible, añadiría yo, ahora que no tengo ninguna gana de irme. Y de que se mueran lo mejor y más tarde posible nuestros compañeros de viaje, aquellos a los que deseamos y de (y a) los que esperamos, aunque algunos no lo entendieran y se fueran demasiado pronto, antes de que comenzásemos a caer cogidos de la mano, o antes de poder mirar al valle desde esta cumbre y poder rechazar la línea recta como resumen del camino y única ruta posible de bajada.

Este es mi deseo de cumpleaños (mi forma de amar). Poder sentarme con todos ellos a dibujar las curvas del camino, a recordarlo como deseamos que siga siendo más allá de este papel en el que, también nosotros, vivimos, reímos, amamos y nos marcharemos.

 

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