El fruto de un instante

*Relato finalista en el certamen La belleza en mil palabras de la CIINOE (Cátedra Iberoamericana Itinerante de Narración Oral y Escénica). 

Una gota se escapó del océano, ascendió hasta el cielo y, junto a otras gotas, formó una nube. Esta, de singular espíritu viajero, impulsada por los vientos del oeste, llegó a mi casa y entonces llovió. La reconocí enseguida entre todas las gotas aventureras que componen la lluvia. Mejor dicho, ella me reconoció a mí y me buscó. Y me encontró. Las lágrimas siempre recuerdan a sus dueños, al igual que estos no pueden olvidar el dolor que les generó su parto. Aquella gota era mi lágrima. Nació un mes agosto de 1992.

Un la menor desafinado se fugó del concierto, merodeó entre el público, retumbó contra las paredes del auditorio, encolerizó al director, entristeció a mis padres y sonrojó mis mejillas. Hoy aquel la menor desafinado ha regresado a mi mente y pasea junto a mí. Procuro tararear otra melodía. No puedo.

Un balón huyó del patio, saltó la tapia y se escondió. Lo buscamos con insistencia, pero se burló de todos nosotros. Hoy una pelota se ha cruzado de nuevo en mi camino. Diríase, por su aspecto avejentado y las arrugas de su piel, que lleva años vagando por las calles buscando un niño que quiera golpearla y cobijarla en su hogar. Sí, definitivamente es ella, la pelota rebelde. Ya la tengo entre mis manos.

Faustino sigue acudiendo puntual a su cita de los domingos en Plaza España. En su mochila guarda varios mazos con cromos de tanques, coches, series de televisión y fútbol. Hace semanas vi cómo, aburrido y solo, empezó a intercambiarse cromos a sí mismo, cambiándose de sitio como si un mismo cuerpo pudiera encerrar diferentes personalidades y a todas ellas les hubiera dado por completar la misma colección. Un día, por curiosidad, me acerqué a él. No pude establecer una conversación seria, pero sí emocionarme al contemplar que el cromo que siempre me faltó para terminar el álbum de tanques alemanes existía de verdad. Hoy es domingo y, aunque hace frío, ya voy camino de Plaza España.

Una herida se borró de mi piel sin dejar cicatriz. Navegó por mis entrañas, conoció mis mayores secretos e hizo amigos entre los diferentes glóbulos rojos y blancos de mi organismo. Tantos, que, negándose a ocupar el limbo donde van a parar las heridas, quiso reaparecer. Esa herida es la pérdida de la inocencia y, como toda pérdida, es imperecedera, aunque esconda, por momentos, sus efectos.

Una fotografía desapareció de mi cuarto el día en que Ayrton Senna estrelló su coche a trescientos diez kilómetros por hora en San Marino. Se debatió contra la asfixia entre muñecos y juguetes, entre carpetas de apuntes y guías de viaje. Permaneció sepultada y fuera de mi vista en cada industrioso intento por ordenar la habitación. Y hoy, al fin, regresó. Apareció en mi mesilla, perfectamente colocada, junto a una nota escrita con mi letra. Los ídolos nunca mueren, reza. Ayrton sigue sonriendo.

Las palabras de mi primer libro se amotinaron y declararon en huelga dejando huérfanas, y blancas, las páginas que antes habían ocupado. Dijeron sentirse insatisfechas y vulgares entre tantas otras. Reclamaban el derecho a ser únicas y queridas. No entendieron que cumplían, por separado, una función indispensable: dar sentido a las demás. Las veo regresar a través de la ventana, pero ahora soy yo el que se declara en huelga. Qué difícil se me haría releer aquellos versos justo hoy.

Durante años no supe nada de la cruz bañada en plata que me regaló mi padrino por la primera comunión. La supuse feliz entre un abigarrado conjunto de símbolos supersticiosos jugando a piedra, papel o tijera, pues creía que era así como se disputaban la primacía en sus reuniones. En mis sueños, la cruz le leía la mano a la media luna y ésta, a su vez, le echaba las cartas a la estrella de David. Pero hoy veo a Cristo, puro y sin mácula, y a la cruz manchada de sangre por la redención de la humanidad y no encuentro otra causa a la que abrazarme.

Todos mis principios e ideales murieron con mi madre. Se los llevó consigo a su ataúd, emboscados en algún bolsillo o camuflados con el riguroso negro con que la vestimos. Lo cierto es que los perdí de vista, y ellos a mí. Fusionados con la tierra, alimentaron como sustancia inorgánica el enebro que aromatizó los alcoholes que constituyeron la base de las copas de ginebra que, servidas a palo seco, regaron mi juventud. Y ahí que me los encontré de nuevo, aunque de borracho que estaba, no los llegara a reconocer. Pero hoy lo he hecho.

¿Y tú, padre? ¿Dónde te escondiste? ¿Debajo de qué piedra ocultaste la cabeza? ¿Cómo invertiste tus últimos años? ¿En el bingo? ¿En la bolera? ¿O aprendiste, tal vez, a utilizar las nuevas tecnologías y te enganchaste a algún mundo paralelo? Callas, como siempre. Nunca nos tuvimos nada que decir.

Agosto de 1992. Todo me regresa allí. A una playa de arena grisácea; a tus ojos que, de tan azules, por momentos, jugando con la luz del día, y con mi fortaleza, se tornaban transparentes. Recuerdo vivamente cómo un mechón rebelde cubría parte de tu frente y, también, que tu sonrisa avanzaba más alta que de costumbre sobre los carrillos. Cayó la noche y, abrazados, nos envolvimos bajo ese gran manto que es para los amantes la oscuridad. Y desperté, antes que tú, como había previsto para poder verte acurrucada sobre tu hombro izquierdo, tendida sobre la arena como una ninfa. Aquel amanecer descubrí lo que es la belleza, emití una lágrima de despedida y partí. Nunca más volvimos a vernos, pues solo regresó mi lágrima. Ella. Sola.

 

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