A las siete de la tarde

Hoy la vida es un poco peor que ayer, cuando cada uno de nosotros aún conservaba la remota esperanza de cruzarse con José Luis Cuerda y hablar del absurdo del mundo, del absurdo del absurdo, que sería el cine como representación o reinvención de dicho mundo, o del absurdo del absurdo del absurdo que seríamos nosotros, hablando de cine y del mundo. Hoy la vida es un poco peor y, sin embargo, de camino a este café, observando la última luz del día postrarse sobre una fila de vehículos en desesperada huida de sus respectivos trabajos, comprobé que eran las siete de la tarde.

Un quinto de febrero, como hoy, se estrenaba Tiempos modernos, una parodia de la segunda revolución industrial, de la producción en cadena; una pequeña joya de un imprescindible del siglo XX, uno de esos pocos nombres que se recordarán dentro de quinientos años: Charles Chaplin. Hoy la vida también es un poco peor que entonces, y no porque esos coches que avanzaban en dos filas por la circunvalación de Logroño representen la sofisticación y, por tanto, la perpetuación del modelo, sino porque tampoco está Chaplin para contárnoslo.

Azcona tampoco, aunque negara su talento y se quejara, cada poco, de lo fastidioso del acto de escribir. Qué pena no poder tropezarme con él en alguna de las calles de su Logroño natal. Qué pena no contemplar siquiera la posibilidad de un encontronazo, de una agresiva discusión por un pequeño hueco en el banco junto a la estatua de Espartero, en un Espolón por otra parte vacío, pero ese hueco… Y ese banco… Qué sombra la de ese olmo. “Negrillo, es un negrillo”. En fin, lo que tú digas Rafael.

Cómo no hablar con ellos a riesgo de parecer un loco. Cómo no adoptar esa postura irónica ante el devenir del tiempo, el paso de los días. Cómo no hacer el pino para verlo todo del revés, y verlo todo igual, solo que del revés, con los coches colgando de la circulación y el sol poniéndose bajo sus capós. En fin, también me acuerdo de Terry Jones y pienso que esta racha no es normal, que antes de ayer también se conmemoraba el día que murió la música, con el accidente de la avioneta en la que volaban Buddy Holly, Ritchie Valens y The Big Bopper (también el piloto, pero ya saben, aquel no fue el día en que murió la aviación). Y que han pasado poco más de diez días desde que nos dejara Kobe Bryant, la estrella de baloncesto más importante tras la retirada de Jordan, que se estrelló con su helicóptero.

Un amigo (ya saben, un amigo), alienta teorías de la conspiración y piensa que las casas de apuestas tienen algo que ver en esta racha –que alguien advierta a Jordi Hurtado que se guarde de los idus de febrero–. Otro amigo (ya saben) me dice que es cosa de los jefes de redacción de los periódicos y de los encargados de los obituarios, quienes ante la falta de imaginación, reciben con los brazos abiertos las muertes de los más grandes. Por este país cruza errante la sombra de Caín y aguarda agazapado el buitre leonado, afirma mi amigo, un buitre que si antes merodeaba por las plazas de toros ahora espera un teletipo, un tuit.

Sánchez Mejías, Ramón Sijé, Buddy Holly han hecho aún más grandes a Lorca, Miguel Hernández y Don Mclean, de cuyo dolor nadie duda, tampoco de su enorme ego. En eso pensaba esta tarde, cuando se apagaba la última luz del día, los coches avanzaban en fila por la circunvalación y eran las siete en todos los relojes, también en los de Cuerda.

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