Rainy sunset in Salamanca

No suban las persianas. No llueve ahí fuera. No lo hará en una temporada, no hasta que llegue el otoño con sus hojas secas y sus borrascas atlánticas, con su ábrego y sus nieblas, que envuelven la ciudad en un misterio aún mayor. Pero sí llovía hace justo una semana, en la terraza de su parador, un edificio que se camufla al otro lado del río Tormes para tener una vista privilegiada, diáfana, de la Salamanca monumental, un escenario cada vez más vacío, menos vivido, más lúgubre.

 

Un proscenio, más para narradores que para personajes, en el que se cuentan historias que ya pasaron acerca de hombres y mujeres que ya murieron. Andanzas que tuvieron lugar en sedes con otros nombres, sobre las que ya no se escuchan ni los ecos, tapados, como están, por el ruido de platos y copas en señal de brindis por el bebé que viene, por el niño que crece y el adulto que se va. Siempre hay un brindis en Salamanca “por que te vaya muy bien en México”, o en Burgos, o en Bagdad.

 

Normal. Cierran librerías, cafés con sabor añejo, comercios de proximidad… A cambio abren (y cierran) grandes cadenas, franquicias y marcas que nos hacen dudar de dónde venimos y dónde estamos. Como sucede en todo el mundo, por otra parte, señal de que cambian los tiempos, como diría Dylan, y de que nos adaptamos, que diría Darwin, en lo que parece una bendición, o un mal necesario. Gobiernan el mundo los negocios que fabrican más productos y los distribuyen más rápido, los que ofrecen una respuesta más ágil y se pueden permitir cambiarlos sin echar ninguna cuenta. Así acabamos con el artesano. Y con el que habla despacio mientras llueve.

 

Entiendo que Salamanca quiera competir con el resto de estrellas del prime time: ser europea, parecer cosmopolita, tener ínfulas de gran ciudad. Urge, de hecho, renovar nuestra universidad, ponerla a la vanguardia de la investigación, que vuelva a hablarse de ella como algo más que una excusa para invertir “los mejores años de nuestra vida” en sus cafeterías y discotecas. Pero me gustaría que siguiera teniendo ese algo que tienen los tipos que hacen radio por la noche, desde una pequeña estación con antena, y pasan canciones de toda la vida, de ritmos setenteros, de cuando ocurrían todas esas historias, ahora leyendas, en lugares que ya no existen. Por pura lógica de mercado, llegará el momento en el que diferenciarse del resto se basará en atender sin prisa, coser con tino, abrazarse y hablar despacio mientras llueve.

 

Como llovía el jueves pasado en esa Salamanca vista desde la terraza de su parador, desde donde es posible divisar la grandiosidad de sus edificios principales pero desde donde nadie puede intuir esa decadencia que padece por falta de personalidad, por querer ser una más y no el escenario vivo de todas esas historias que ahora nos cuentan y que, sin embargo, tenían que seguir ocurriendo, y cruzándose con nosotros, de camino a la Rayuela, regresando de Cervantes, o de Hydria, o a la salida del Bretón. Mientras llueve, claro, y alguien, quizá tú, habla muy despacio, muy despacio, muy despacio, a propósito de una fotografía en la que, simplemente, éramos más jóvenes. 

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