Noche de viernes

No les importó que sus amigos no hubieran contado con ellos para acudir al concierto. Ni siquiera sabían que su selección de fútbol estaba jugando en aquel preciso momento en Saint Denis. Carlota y Daniel fueron los últimos en abandonar la biblioteca de la facultad aquella noche de viernes y a ambos les encantó que estuviera sonando Tom Waits en la vieja gramola del bar donde se adentraron a tomar algo y conocerse mejor. Nada más entrar, ella se disculpó para poder ir al baño. Al regresar, él tenía preparado un ramillete de preguntas no comprometidas para hacerle: “¿Qué tal el curso de literatura magrebí? ¿Cuándo empiezas los ensayos con el grupo de teatro? ¿Qué planes tienes para el fin de semana?” A Carlota no le incomodó, tampoco, que el camarero, en un acto de torpeza, derramara parte del contenido de uno de los cócteles sobre sus muslos desnudos. Mientras se secaba, le contó a Daniel que en el camino hacia el lavabo se había detenido a saludar a Rafael, un compañero del seminario de Alemán que se encontraba leyendo en el rincón opuesto del local.

Observados desde lejos, pareciera que Carlota no pudiera detener su verborrea. Del otro lado de la mesa, Daniel no se permitía otro gesto que el del asentimiento; otra mueca que no fuera una media sonrisa. Sus intervenciones, llamadas a cubrir los escasos silencios que ella se concedía para ingerir la bebida, fueron tímidas, poco más que un susurro. A Carlota no le quedaba otra que inclinarse sobre la mesa tratando de aproximarse a esa tenue fuente de sonido que era la boca de Daniel ofreciéndole, de esta manera, una diáfana visión de su escote. En una de estas ocasiones, el reloj de péndulo de madera noble que colgaba de la pared inmediata a su mesa los sorprendió imponiéndose sobre la música para dar las diez. “Aún es pronto”, sugirió ella regresando a su posición original. Y él, nuevamente, asintió.

El diálogo fue adquiriendo tintes cada vez más serios. Ella quiso saber qué fue lo que él había pensado el primer día que la vio y qué era lo que le llevaba a pasar una noche de viernes a solas con ella. Daniel trató de rebuscar de entre todas sus lecturas una contestación apropiada y formal y, sin embargo, se sorprendió a sí mismo profiriendo una respuesta pícara y bastante vulgar. Las miradas de ella, lejos de alejarse del rostro de él a causa de la turbación, empezaron a dirigirse, con abrumadora seguridad, hacia sus labios algo estriados por el efecto deshidratante del viento. Sus pupilas subían y bajaban maquinalmente de los ojos a la boca, mientras que las de Daniel, evasivas, recorrían el local incapaces de reparar en un punto concreto.

Precisamente, en uno de estos barridos con los que Daniel buscaba escapar temporalmente de la tensión generada por la reacción de Carlota, se encontró con un local casi vacío en el que Rafael, el chico de Alemán, recogía de manera atropellada su portátil y en el que los camareros se apresuraban a limpiar. Cuando quiso levantarse para saber qué ocurría, Carlota ya había dejado atrás la separación física que representaba la mesa y lo besaba con una lascivia que a él le resultaba deliciosa y sorprendente; las chicas del instituto no lo hacían así. “Pum, pum”, sintió su pulso en la carótida. “Pum, pum, pum”, cada vez más acelerado.

Ni Carlota ni Daniel escucharon la sonería de aquel viejo reloj de péndulo anunciando que ya eran las once. Tampoco los intentos de Rafael por alertarles de que algo estaba sucediendo. Carlota solo pensaba en cómo arrebatar la inocencia de aquel chico que la había enamorado el primer día de clase con su vestir informal y su natural ingenuidad. A Daniel, por su parte, algo distraído por el efecto de los besos, le parecía que de la gramola surgían, aunque estuviera apagada, los acordes del I hope that I don´t fall in love with you. “Lo siento, tenemos que cerrar”.

Tendrían que pasar varias horas para que, al amanecer de un sábado gris en París, asomados al balcón del apartamento que ella poseía en la Rue de Rivoli, con vistas a las Tullerías, y con la televisión encendida de fondo, Carlota y Daniel fueran conscientes de que aquellos sonidos sordos que la noche anterior habían llegado a sus oídos difuminados por la distancia, habían sido los de los disparos de unos cuantos terroristas y otros tantos policías durante el asalto a la sala Bataclan, situada a escasas manzanas de donde se besaban; y que aquellas sirenas que invadieron la quietud de la noche mientras follaban con moderada destreza, habían sido las de las ambulancias en las que se desplazaban los médicos que habrían de certificar la muerte de sus amigos y compañeros de clase.

La mano de Daniel, apoyada inicialmente sobre el hombro de Carlota, fue bajando por su espalda. Tras un ademán de detenerse y de tomarla por la cintura, siguió deslizándose por la rabadilla. Finalizado el cigarro, regresaron a la cama para seguir ejercitándose. La próxima vez lo harían mejor.

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