Madrid, ejercicio de memoria

Esta es una crónica a vuelapluma, con prisa, sin pausa ni corrección posible. Una crónica escrita en una cueva donde se juega al tute, al remigio y al mus según géneros (esto seguro) e inclinaciones políticas y sociales (tal vez). Un escrito ambientado en mi última visita a la capital, un sutil y breve escarceo por sus calles y cafés, con sus conversaciones llenas de esperanza, de planes ideados en plena resaca dominical por chicos y chicas jóvenes: no hay viejos en las calles del centro de Madrid ni chavales en este garito en el que se extiende la sobremesa a base de faroles, bravuconadas y realismo mágico.

En el bar la Estación, junto al intercambiador de Avenida América, en su terraza aplasticada (¿por qué no acepta la RAE aplasticada y sí acristalada?), dos chicos comentan su partida del Fortnite y sus modestas inversiones con una suficiencia que linda la arrogancia mientras se dirigen a la camarera sin ningún respeto. En otra mesa, dos mujeres de mediana edad ríen a carcajadas sin llamar la atención del resto de clientes. Su risa es sincera, verdadera, un regalo que se hacen a ellas mismas. La palabrería de estos chicos, al contrario, un castigo bíblico para los que esperamos el siguiente bus camino a provincias con un bocadillo de tortilla en la mano.

La Bicicleta es un moderno café del barrio de Malasaña en el que a diario se habilitan lugares para trabajar, esto es, mesas tranquilas junto a tomas de corriente con vistas a otras mesas tranquilas con tomas de corriente que garantizan que nadie mirará al otro, que cada cual puede seguir sumido en sus correspondientes obligaciones sin incordiar, principal ganancia del teletrabajo en palabras de sus inventores. Por suerte, era domingo y su camarera quiso redimirme de mis propias cargas. Antes de pedirle mesa para tomar un café me adelantó que los domingos no se reservan puestos de trabajo, que no sea cenizo y deje a las parejas y grupos de amigos que allí se reúnen divertirse y departir sin ver a un capullo enfrascado en su ordenador portátil. Me bastó una mirada para decirle que cargaba la mochila por no tener donde dejarla, pero que estaba allí por puro ocio, para fumar un poco de atmósfera madrileña y ver a jóvenes que no saben que dejarán de serlo.

Con la más pura y tierna inconsciencia se besaba una pareja de mayores de cincuenta en un soportal de la calle Pérez Galdós. Me gustaría pensar que es una pareja de larga duración, que llevan años actuando así y que no se cansan de meterse mano por debajo de la cazadora de cuero. Pero también me gusta pensar que acaban de conocerse y dudan de si es oportuno dar un paso más. Tal vez teman importunar al compañero de piso con el que él comparte baño y cocina desde que fuera desahuciado, tal vez teman traspasar con su pasión las paredes de cartón de estos bloques de principio de siglo pasado y molestar a los gatos que viven en el tejado. Y que son siempre los mismos, aunque ellos también se mueran.

Lo sé, vuelvo a Madrid para recordarme que un día paseé sus calles con total despreocupación, piernas jóvenes y mentalidad cosmopolita. Viajo a la capital para negar que soy un ciudadano de la España rural, un católico que reniega de su confesión, un mileurista que dice serlo por elección y vocación. Pero me voy sin volver la vista atrás, no quiero seguir escuchando a ese par de fantoches. Y no me hace falta seguir mirando a esa magnífica pareja que dejará de serlo cuando traspasen el portal y dejen de fiarlo todo a la imaginación.

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