La interioridad

Cuando naces te asignan un nombre, una familia, una nacionalidad, una clase y, en función de todas estas cuestiones, una esperanza de vida, un sistema educativo, un determinado acceso a servicios sociales y sanitarios, también a oportunidades distintas. Obviamente, uno nace con unos genes heredados y con ellos unas facciones, una predisposición a enfermar o estar sano, a ensanchar hombros o caderas, a echar barriguita. Con un sexo que derivará en un género y en un constructo social y cultural. Pero también con una geografía.

Ayer viajaba bajo una luna llena que presidía un cielo raso y apenas estrellado que permitía ver las dos torres de Alaejos a kilómetros de distancia, poco después de traspasar Tordesillas, la ciudad en la que se firmó el reparto del mundo utilizando un meridiano como frontera y raya marítima entre Castilla y Portugal. Entre los topónimos que me crucé de camino a Salamanca, cuna de la gramática en español, Torquemada, Cabezón, Venta de baños; todo un diccionario de términos que evocan pasajes de nuestra historia ya sea visigoda, bajomedieval o moderna. Todo un manual abierto a los ojos de quien quiere y sabe mirar por encima y debajo de los paisajes.

Que yo naciera en Medina del Campo, con sus obvios antecedentes árabes (mudéjares), con su ruralidad impresa en el nombre, con su historia de reyes, mercaderes y ganaderos detrás, tuvo todo el sentido del mundo para mis padres y ninguno particular para mí, que acepto con gusto esta condición de pucelano en tierra hostil, ya sea charra o burgalesa, pero que no pude elegir (nadie pudo nunca) cuna ni patria. El tema es que ser medinense es algo más que una condición que figura en el DNI, pues ello no deja de determinar mis siguientes pasos.

Debes de ser muy fantasioso, aunque leas a Stevenson a escondidas y la escasez conduzca al espejismo en el desierto, si entre el trigo y el centeno juegas con tus amigos a ser marinero, a surcar mares que no ves, o que ves una semana al año. Mares cuyo olor se queda grabado en los senos durante días, mares que convocan a la humedad que se adhiere a la ropa y te fatiga hasta que los sueños de aventuras se tornan en un anhelo incesante de regreso al anodino prado, a la era. Su primera visión nos causa la misma extrañeza y el mismo asombro que al niño del relato de Galeano: «ayúdame a mirar», imploramos a nuestros padres, pero ellos guardan silencio, tampoco saben, también son seres de interior. Como lo serán nuestros hijos.

Hay un antes y un después cuando un miembro de una familia humilde accede a un título de educación superior, aunque ahora ya sabemos lo que es, lo que significa y lo que no. Pero es un síntoma de que el ascensor social funciona y una alegría para todo el entorno. Lo mismo sucede cuando alguien viaja y se aleja por primera vez del núcleo familiar, de las decenas de generaciones que se criaron y educaron en el mismo cerro, elegido por su valor defensivo y desde el que siguen vigilando que sus vástagos estén a salvo, esperando que todo siga igual. Su periplo adquiere tintes exóticos sin necesidad de que se vaya muy lejos, solo si se acerca al mar.

Confieso que me gusta, entre otras cosas porque es mejor que la fantasía o la frustración, ser de interior, poseer un pedazo de horizonte y saber que puedo llegar en caballo hasta él. Me gusta, incluso, el modo en el que la tierra absorbe e irradia la energía que nos presta el sol provocando oscilaciones térmicas pronunciadas, la sucesión del hielo nocturno y el ardor del día, el tránsito de las estaciones, el recordatorio que las hojas de los árboles nos hacen año a año del memento mori. Nos volvemos amarillos y caemos.

Alguien nacerá por nosotros junto a la vega de un río que matizará personalidades, caracteres, dietas… Que se envolverá en la niebla y nos ocultará durante una temporada el color del cielo para luego mostrárnoslo en todo su esplendor anticiclónico, de un azul antiguo, preindustrial, gracias a esta miseria que es al menos ecológica. Alguien nos sucederá en este espacio de terreno que no puede echar de menos lo que no puede echar de menos, entre otras cosas el mar, la aventura, Stevenson, pero que a cambio nos encierra en un espacio de vana esperanza, en una posibilidad imposible mostrándonos un horizonte que no deja de alejarse. Esto es la interioridad, una isla rodeada de otras islas que aporta una falsa imagen de continuidad. Esto es la interioridad y no exigimos ninguna compensación por ella porque de alguna manera nos gusta. Y porque sabemos mejor que nadie, porque somos expertos en funerales, y porque vemos caer las hojas cada otoño, que no tardaremos en morir: que nuestro legado será un modesto pedazo de tierra.

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