Karl Joseph

Karl Joseph subía cada noche a la azotea de su casa a observar las fiestas que los jóvenes aspirantes a noble organizaban en el jardín anejo. Desde allí veía como, él mismo, engominado a su manera, portando el último traje que su madre le había arreglado antes de morir, se dirigía a las sombras de los viejos olmos acompañado de una dama que, por supuesto, era ella, su novia, Beatriz, la bella doncella renana que conquistara una lejana noche en un viejo palacio imperial a base de frases rescatadas de un sainete cervantino que había leído durante su solitaria infancia en la residencia familiar.

Karl Joseph la acariciaba con ternura, sin dejar pasar uno solo de los poros de la piel que le recubría el brazo derecho a modo de elegante e inmaculado manguito. Beatriz le parecía maravillosa, tanto que no esperó más para besarla. Allí, engarzados por los labios, fueron sorprendidos por el leve murmullo que originó en el lago el lento navegar de una barca en la que dos amantes intentaban, torpemente, desnudarse sin ocasionar un naufragio.

Karl Joseph sintió una fría mano recorriendo su ancha espalda. Las suyas, mientras tanto, más osadas, trataban de retirar el último vestigio de ropa del cuerpo de su amada, la última frontera que le impedía acceder a él. Su cuerpo se tambaleaba al compás del balanceo de la barca cuando Beatriz, sintiéndose altamente excitada por la certera aproximación de su compañero, no pudo evitar derramar un gemido al viento.

Karl Joseph, recostado sobre la baranda de la azotea, escuchó aquella irónica señal sonora. Beatriz era suya, pero no podía tocarla. Beatriz lo amaba, pero no a él.

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