Geografía física (y humana)

Llorarás Barcelona, le dijeron a Pura en una suerte de maldición gitana. Llorarás Barcelona y tendrás que contárselo a un joven vecino poco antes de partir, para siempre, al pueblo de origen. Y ahora yo también las lloro de regreso a la meseta. A ambas, a Barcelona y al cada vez más tenue recuerdo que Pura y yo tenemos de su puerto, de sus ramblas, de sus montes. También a ella, de la que hace tiempo no sé nada.

 

Entre la playa y el cielo quiere ser enterrado Serrat, no me extraña, a los pies de El Mediterráneo, tal vez en Cadaqués, en el jardín delantero y vertical, etéreo, de una de sus casas pintadas de blanco sobre fondo blanco y sobre lienzo blanco, muy blanco, junto a un mar muy azul, casi tanto como el orbe que en él se refleja tras perderse el sol en los montes que la hacen casi inaccesible, que la defienden del miedo y la pereza. Allí se aisló Dalí. Para amar y para crear. Para amar para crear. Y/o viceversa.

 

Si no me gustaba la Geografía Física era porque trataba de explicar con palabros, ni siquiera palabras, los secretos de paisajes tan inexplicables como el de Ordesa. Ni “circo”, ni “morrena”, ni siquiera “glaciar” o “anticlinales”, mucho más eufónicas, logran superar el silencio que se hace en las estribaciones de Monte Perdido, a pesar de la gente, mientras el Ara se abre paso con furia para modelar el paisaje que verán, y ante el que callarán (o deberían), las generaciones que heredarán la Tierra y que habrán superado (o deberían) la obsesión categorizadora de la ciencia del XIX y la verborrea propia del excursionista, la ansiedad de expresar los eructos que salen de sus mentes de quince, veinte o sesenta años, en el mejor de los casos.

 

Me encanta el idioma catalán, escuchar una conversación surgida de la mesa de al lado sobre el punto de la carne o la temporada, ya finalizada, de alcachofas (carxofas). Fosilizaría diccionarios y expresiones para conservarlas en el tiempo. Las grabaría en infinitesimales partículas de cobre para preservarlas de su inevitable perversión, de una desviación provocada por los miles de turistas que aspiran a comer “carchofffas” en los pueblos de la Cataluña Central. En fin, no sé si me explico, solo digo que hay batallas que deben quedar al margen de la política y los políticos, aunque les joda: al menos el punto de la carne y la temporada de la alcachofa. No sé si el uso del catalán, el español, el farsi o el mandarín.

 

Viajar a Barcelona provoca los nervios típicos del que navega en sus planos antes de llegar, el ferviente deseo de permanecer en sus calles y bulevares en lo que se prolonga la visita y la ardua tarea de alejarse y tener que regresar a uno de esos barrios que la imitan con mejor o peor gusto en el resto de comarcas de la península, con y/o sin mar. Viajar, en general, conlleva los riesgos del que mucho ve y lee: la conciencia de la pequeñez de nuestras empresas, de la inutilidad de nuestros esfuerzos, de lo frívolo de nuestro legado en la fría e injusta comparación con Picasso, Puig i Cadafalch, Gaudi o el caricaturista de La Rambla, que sonríe mientras afina sus lápices y observa cómo cada vez son más y mejores los modelos para sus humildes pero honrados trabajos.

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