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Ha sido obra del calor, seguro. Y de mi tristeza, anhelante de nuevos males que la doten de sentido. El ordenador se ha colgado justo cuando acababa de poner el punto y final a un texto que me parecía redondo, con frases que me hacían sentir un cierto orgullo –cierto por pequeño–. En él hacía una enumeración repasando las voces y los silencios, los gestos y mensajes que de alguna forma edificaron los discursos de los que me apropié para configurar los relatos de la “Serie Madrid”, una colección que dejo aparcada a la espera de que nuevos motivos me conduzcan inexorablemente (al menos tan inexorablemente como lo ha hecho un tonto curso de escritura y edición) a la capital, fuente de anonimato y olvido, de calles Melancolía que, convertidas en puertos de paso, pueden llegar a ser muy inspiradoras.

Estuve tentado de guardar el documento hacia la mitad de su redacción y si no lo hice fue porque aún no había dado con un título que estuviera a la altura de aquella concatenación de versos repletos de alegorías y metáforas perfectamente empastadas, al cobijo, eso sí, de la prosa, ese género que sin querer amplía la distancia entre lo escrito y lo vivido, entre el autor y su yo literario. Pero no lo hice y el ordenador dijo basta, no sigo funcionando. Repítelo si quieres, ¿acaso no juegas a ser escritor?

Lo intenté, pero no fue posible. Y eso que aún era capaz de recuperar el tenor literal de varias frases, completar párrafos prácticamente exactos a los redactados unos pocos minutos antes. Pero qué sentido tenía aquello. Es como si una pareja, al contemplar el producto de un aborto no deseado, quisiera dar vida a un nuevo ser con idéntica configuración genética. Probablemente, aunque repitieran paso a paso el procedimiento –clavando el misionero o el “perrito” original– no obtendrían el mismo resultado. Y además, no encontrarían placer en la comparación. Ya no sería el mismo bebé. Como no hubiera sido, tampoco, el mismo texto.

El relato fallecido por incandescencia –sigo convencido de que fue obra del calor– me ha recordado a las canastas que de vez en cuando meto desde el medio del campo cuando bajo a “echar unos tiros” al parque. El momento en el que el ordenador ha dicho basta a ese instante en el que tras anotar el tiro miro a los lados y compruebo que hay un par de chicos ensimismados con sus globos de agua, que su abuelo no levanta la vista del editorial del ABC y que la rubia despampanante, que espera a su novio, utiliza el móvil como espejo.

Me consuelo pensando que no hay mucha diferencia entre el difunto texto y aquellos otros que sí llegan a ver la luz y que, en realidad, nacen igual de muertos para los cuarenta y siete millones de españoles, los trescientos y pico de hispanohablantes y los siete mil que pueblan este planeta y que jamás lo leerán. Pero a pesar de todo, aunque me consuelo y me permito seguir adelante con esta pérdida, pulso Control G y me dirijo a publicar esta mierda en mi página web personal. 

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