Pues hola y adiós

 

Que Joaquín Sabina es como una de esas casas de Calle Melancolía que niegan lo que esconden es un hecho irrefutable que él se empeña en desmentir en sus canciones. Y es que este juglar del asfalto nacido en Úbeda en 1949 no es solo el mejor e inconfundible profeta del vicio, ni el mejor Dylan español posible, también el icono musical más reconocible del período de entresiglos en nuestro país. Verlo ayer, en Pamplona, en uno de los conciertos de su gira de despedida, brillantemente titulada Hola y adiós, me llevó a confirmar esta y otras muchas sospechas en torno a su figura.

 

Nadie como Sabina ha sabido describir todos aquellos momentos de inflexión que definen una vida: la mañana siguiente, la noche anterior, la víspera de una decepción, la despedida a las puertas de un taxi. Cuánto ha tenido que ver, viajar, leer y vivir el poeta para ser todos y cada uno de nosotros en cada uno de estos instantes, ya fueran desoladores, vergonzantes o absurdos. Y no hay mejor filosofía posible, en esta época en que triunfa el soportar estoicamente todo lo que suceda, que reírse de uno mismo y abrazar el patetismo como solución de supervivencia: declararse tramposo, defraudador, pícaro y pendenciero para que nadie espere nada y poco, algo, parezca mucho en la cuenta del olvido.

 

Lo reconozco: si cuando escucho las canciones de los grupos “indie” que dejaron de ser “indie”, creo que me gritan e interpelan obligándome a ser libre o forzándome a hacer lo que me dé la gana, cuando escucho a Sabina, o a su público entregado coreando sus canciones, siento que me susurran historias, leyendas y fábulas de antihéroes que, en el fondo, nos invitan a lo mismo, a ser libres e irreverentes al confirmarnos que nada va a ser diferente hagamos lo que hagamos. Escuchando a Sabina siento con más fuerza que nunca que la verdadera libertad de expresión no se defiende con pancartas o a golpe de titulares y estribillos pegadizos y gritados, sino con versos libres y perfectos en su forma. De alguna manera, Sabina reclama con su capacidad artística, para la rima y el ritmo, con su trabajo, casi siempre de madrugada, aunque su duende le impida ser declarado un currante, el derecho a poder decir lo que le da la gana.

 

Estoy convencido de que es esa libertad, y ese duende, la que convoca multitudes y une a generaciones en un balanceo sostenido al ritmo de rancheras como Noches de boda o Nos dieron las diez o de blues, o temas folk, o algo así, como Tan joven y tan viejo, Una canción para la Magdalena o Medias negras. Y estoy convencido de que es esa libertad, de otra época, de foros más reducidos y redes menos sociales, la que le ha permitido ser canalla, malencarado, mujeriego e incluso taurino para pesar de los políticamente correctos y para el bien del arte y el proceso de creación.

 

Precisamente, sé que no será popular confesar, aunque fuera mayoritario, que me emocionó la tremenda ovación que el público de Pamplona le dio al cantante al terminar Tan joven y tan viejo. En esa sonora y prolongada tanda de aplausos le expresábamos nuestro agradecimiento por habernos hecho tan felices y por habernos acompañado en los mejores y, sobre todo, en los peores momentos de cada una de nuestras trayectorias. Siempre fue un consuelo escuchar sus letras y saber que había alguien en peor estado que nosotros, lastimado emocionalmente en una cama vacía, en una estación sin tren, en un vuelo a ninguna parte. Siempre fue un alivio poder encontrar en sus versos las palabras que estábamos buscando, los versos perfectos que nos explicaban, que nos entendían.

 

Las canciones de Sabina son una colección de aforismos, de greguerías, de pareados, cuartetos y redondillas poblados de figuras retóricas a la altura de los más grandes de la literatura universal. Sirvan como ejemplo Quién pudiera reír como llora Chavela; y la vida siguió como siguen las cosas que no tienen mucho sentido; el otoño duró lo que tarda en llegar el invierno, en Comala comprendí que al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver; no hay nostalgia peor que añorar lo que nunca jamás sucedió o tardé en aprender a olvidarla 19 días y 500 noches. En fin, solo espero que el paso de los años no difumine su autoría y que se sigan escuchando sus canciones, estos himnos paganos de un ciudadano que, a caballo entre los dos siglos, entre la radio y la IA, entre el amor cortés y el poliamor, no sabe ya qué decir, pero canta.

 

Y que al cantar nos hace cantar con él sobre sexo, drogas y rock and roll, sobre prostitutas, sobre delincuentes, sobre infieles orgullosos de serlo y sobre otros que, al menos, pobrecitos, se sienten culpables. Hombres y mujeres lo vitorean al terminar un tema como Y sin embargo en el que se romantiza el adulterio, el engaño. Y no, no secundamos su contenido, sino que reconocemos la genialidad, el arte, la libertad con la que pudo crear algo tan cruel y bello, algo tan bello por cruel. El aplauso unánime es también una petición no escrita en favor de la libertad de expresión, del arte, de la interpretación no literal del lenguaje literario, el expreso deseo del público de que Sabina viva muchos años o de que, en su defecto, nazca muy pronto, muy pronto, por favor, en Úbeda o en cualquier otro lugar del mundo hispanohablante, un canalla tan brillante y trabajador, tan leído, vivido, viajado y libre como él. Ah, y que cante sentado,  como solo pueden hacer los buenos.

 

Hola y adiós, maestro. 

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