Ulises de andar por casa

Llueve y los poetas no tienen donde esconderse, los locales están cerrados. Apenas tres o cuatro parejas caminan por el centro histórico de Burgos, en torno a su majestuosa catedral. Se pueblan las necrológicas de artistas desaparecidos mientras en Segovia se abren hoteles de lujo en las afueras, el legado de nuestra generación a los futuros habitantes de la nueva Roma.

Pienso en Ulises, el héroe de la Odisea, en su naturaleza mitad divina y fundamentalmente humana (ya sé que no salen las cuentas). Pienso en Ulises y descubro que más allá de su proclamada prudencia había sido bendecido con el don del autoconocimiento. Este le ayudó a sortear los peligros y perpetrar su venganza. Que lo idolatremos es mérito fundamentalmente del cronista, quien lo reveló fiel a Penélope, no desleal a Calipso, quien lo agasajó durante años. Que sobreviviera, en fin, el deseo de los dioses, lo que ahora llamaríamos azar.

Es lógico que Joyce quisiera equiparar a aquel héroe tan humano a un humano nada épico, un antihéroe, tal y como describe la crítica a Leopold Bloom, figura central del Ulises contemporáneo. Todos somos un poco Ulises, todos nos embarcamos en nuestras particulares empresas, se llamen Troya y sean gloriosas o se llamen oficinas, despachos o clubes y sean cotidianas y anónimas. Hay tanto de universal en las llamadas de la lujuria, el lujo o la persecución de nuestras metas que es natural abandonarse y olvidar aquellas pequeñas cosas que nos aguardan en el hogar, aunque solo sea para luego añorarlas sin consuelo posible. Y sin dioses que nos guíen de regreso.

Pienso en Telémaco, el hijo de Ulises, a quien alimentaba tanto el deseo del reencuentro con su padre extraviado como el afán por restituir su honor y el de su familia, recuperar su lugar en la corte de Ítaca y otras cuestiones de índole personal muy por encima del amor filial. De ahí que se armara de valor para echarse al mar enfurecido y testar el favor de los dioses. Estos son también los móviles diarios, nuestras propias ambiciones: el flujo y reflujo de nuestras vísceras.

Leer La Odisea en estas fechas pasadas, conocer mejor aquellos pasajes a los que había accedido a través de colecciones de mitos, pasajes versionados de la cultura popular o verdades asumidas en torno a su contenido, me ha hecho reflexionar. Desde la ingenuidad, supongo, desde la que fue concebido este poema épico, encuentro tantas conexiones con la actualidad y la realidad diaria que da miedo pensar en la lucidez de sus autores y/o autoras. ¿Pretendían únicamente contar una historia con una posible base real? ¿Deseaban poner a los ciudadanos ante un espejo doloroso que reflejara sus propias virtudes y defectos?

No es fácil saber cómo pudo gestarse esta leyenda ni en qué medida es real su contenido, la base descriptiva de esta fábula de larga duración que no deja una moraleja evidente, sino que nos invita a pensar en ella, aunque sea para no hallar ninguna. Ulises es un personaje ambiguo, quizá un antecedente de todos los personajes que encierran a su propio doble dentro de sí. Ulises es valeroso, prudente y astuto, pero no está capacitado para la empatía o la compasión, entregándose sin reservas al dulce sabor de la venganza.

O eso presuponemos a partir de las palabras del o los/las cronistas, los verdaderos armadores de su figura, los valedores del escarmiento y la sangría final, que bien pudieron posicionarse a favor de los pretendientes de Penélope, a quienes podían haber juzgado como justos candidatos a su mano, honorables hombres de Ítaca que no quieren dejar a su reina viuda sola.

En fin, solo somos una visión de una visión. Una imagen distorsionada, un cuerpo que envejece, una leyenda que amanece cada día cada vez un poco más cansada y desmemoriada, que reivindica su derecho a contarse a sí misma, a no ser presa de ningún cronista que lo etiquete y adorne con epítetos a su buen o mal gusto o juicio: Ulises de andar por casa.

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