Not young anymore

El Father and son de Cat Stevens ya no suena igual que en aquellas tardes en el Alcaraván. De pronto sientes que tú ya no eres el destinatario del you´re still young, de que ya no hay margen para take it slowly. Caes en la cuenta de que la juventud aportaba claridad como sinónimo de impertinencia, de que la calma procedía de la ausencia de expectativas: nadie necesitaba una respuesta. Y de alguna manera te hubiera gustado pertenecer a esa generación que ingresaba en una empresa a los dieciocho y crecía dentro de ella hasta el último aliento laboral o vital sin que nadie, tú el primero, se cuestionara lo oportuno de ese languidecer. Hoy hubieras sacrificado tantos encuentros con personas que te dieron lo mejor de sus sonrisas, de sus labios e incluso de sus corazones ─y que ahora apenas recuerdas─, por haber tomado un camino más recto.

Hasta ahora habías podido disimular todos los rasgos de carácter que te hicieron un niño temeroso en las aulas de primaria. Allí trazaste estrategias que te convirtieron en entrenador mucho antes de que lo supieras. Esquivar la burla, regatear el odio, bien sabes que tú fuiste el primer personaje de tu primer relato. Sin todas aquellas ficciones que te hacían quedar por un mentiroso delante de tu madre te hubiera sido imposible sobrevivir en medio de aquella selva de seres inocentes, qué buenos fueron siempre los niños, tienen tanto que aprender los adultos de su bondad…

En el instituto y los primeros años de universidad todavía creías en el racionalismo, incluso en el capitalismo. Creías en la capacidad de la cognición y el razonamiento para alcanzar la certeza o la corrección moral y luego te dieron de morros con los sesgos cognitivos, con todas las mentiras que fabulamos y que, lógicamente, nos desvían en progresión geométrica de la verdad, si la hubiera o hubiese, normal que te declares escéptico, aunque por momentos seas romántico e idealista y defiendas con firmeza aquello en lo que crees hasta que dejas de creer, o hasta que sientes que ya no merece la pena creer o no creer. Y luego la pobreza vino a visitarte, no en una forma cruda, pero sí lo suficientemente real como para quitar los retratos de Adam Smith de la habitación de tu hermano, donde te mudaste en cuanto salió de casa en una suerte de deposición cainita velada en la que no habías caído hasta ahora. Quizá debiste respetar su viejo santuario, te preguntas, pero no demasiado.  

Te escribe una vieja amiga, te enseña fotos de su hija, no sientes envidia, ninguna, enfatizas. Te dice que sigue en la empresa donde hizo las prácticas hace trece años. Aquello te da pereza, te desdices de lo anterior. Sigue en vuestra ciudad, en la que construías relatos en primera persona para sobrevivir, en la que navegaste el mar de lo académico, siempre el mismo, aunque cambiaran los nombres de los profesores y las materias. Rara vez te emocionaste durante tu periplo universitario, de ahí que los recuerdos sean vagos, imprecisos y ni siquiera mejoren con los años. Quizá por eso vuelves, recuerdas y te vas, una nueva versión del «trinomio» cesariano.

Porque si miras atrás no te ves en un aula, tampoco en una cama extraña de alguna residencia de estudiantes o tomando litros de veneno con los amigos. Quizá sí jugando al baloncesto con los compañeros con los que deseas reencontrarte en los próximos días a cambio de que no hagan demasiadas preguntas y no sufran un infarto que no sepas atender. Pero sobre todo en el altillo del café Alcaraván, primera mesa según accedes al mismo, junto a la barra, refugiado tras la pantalla de un ordenador portátil, en la penumbra de aquella sala donde sonaba Cat Stevens, donde aún eras capaz de creer que eras joven, que no tenías que acelerarte, cuando el amor era platónico (tú pensabas que real) y las respuestas siempre podían esperar a mañana. Como ahora, pero con más fe en lo que escribías.

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