Asturias, recuerdo querido

¿Qué hacer cuando el verde amarillea, el horizonte se aplana, el mar desaparece de nuestra vista y de nuestra imaginación? ¿Cómo afrontar que el sol asome entre las nubes, que desaparezca la niebla persistente que oculta tras de sí rebaños de vacas y estelas de caballos salvajes? ¿Cómo sobrevivir a las aguas remansadas que ya no horadan, ni siquiera acarician, una piedra caliza que ha dejado de serlo, que se ha tornado granito; cuarzo, feldespato y mica y se ha ubicado en el lugar de nuestros corazones?

Asturias es algo más que una región geográfica o que el espacio simbólico que le concedimos al mito de la Reconquista. Mucho más que belleza, saltos de agua, desfiladeros no aptos para acrofóbicos. Un paraíso natural, un eslogan, esa mezcla culinaria de mar y montaña, o esa otra más literaria de campo y ciudad, ager y urbs. En Asturias reposa una herencia histórica rica en leyendas, pero mucho más aún en anónimos esforzados, mineros y emigrantes, esposas e hijos de mineros, ganaderos y emigrantes. Una oda a la supervivencia que viene componiéndose desde los poblados paleolíticos en cuevas junto al mar.

Frente a los macizos de caliza paleozoica o al pie de los acantilados que se asoman al Cantábrico, el hombre gana conciencia de su minúscula dimensión y, sin embargo, en cada cantina y posada, aunque sea para hacer acopio de fuerzas tras tremendo varapalo moral, su ego reverbera. Nada como un pastel de cabracho, un chorizo a la sidra, un cachopo o un arroz con leche para sentirse pequeños dioses. Además, todo es relativamente barato en Asturias, no por nada, sino porque existe la conciencia de la pequeñez antes referida. No hay mano invisible que regule este mercado en expansión que podría esquilmar al turista mucho más de lo que lo hace. Aún queda conciencia del origen y naturaleza del don. Y no es obra de ningún ingenioso capitalista. Agua, aire, tierra y fuego; pasto, mucho pasto. Y duro trabajo (y conciencia obrera).

Asturias era una fiesta, decimos ya en pasado, como Hemingway hablaba de París en sus memorias. Lo era para sus ciudadanos, antes de ser colonizada en este giro de acontecimientos o vuelco de la historia. Lo era para sus visitantes ocasionales, turistas pertrechados de ropa de invierno y verano, lo era mientras duró la aventura y tenía sentido meter en la mochila bañador y camiseta térmica, libro y cuaderno de campo, protector solar y chubasquero. Pero ya todo es pasado sobre esta tierra fundamentalmente amarilla y árida, en esta llanura sin mar por la que corren, qué digo corren, caminan mansamente las aguas que han nacido en la cara equivocada de la luna y se dirigen a los mares que solo otras aguas verán, pues ellas, las primeras, están condenadas a mojar gaznates y regar tierras de regadío en el desierto de Castilla recordando aquella vez en la que pudieron traspasar las montañas, esas pantallas orográficas en cuya vertiente opuesta, dicen, se halla el paraíso.

Regresar de Asturias, ingresar en Castilla, como hicieron los primeros pobladores siguiendo los ecos de Covadonga, no es tarea sencilla. Toca observar la loma, y no compararla con el Picu Urriellu, toca apreciar el arroyo seco y olvidar el Sella. Toca mirar el trigo y pensar el mar. Es tiempo de aceptarnos como somos, imperfectos, un par de seres heridos de nacimiento que quisieran ser calizas que desafían la gravedad y no alcanzan a ser más que dos bloques de granito que se asoman al borde de un precipicio y que se encuentran en serio riesgo de descomposición. De ahí que necesiten sostenerse, el uno sobre el otro, el otro sobre el uno, escuchando notas lejanas procedentes de una gaita, empleando el recuerdo del viaje, no como un canto de desesperación por lo probado y perdido, sino de esperanza y fe en un próximo retorno. O de gozo: pura y dura evocación.

Deja un comentario