Volver para irse. Irse para tener donde volver

De vuelta en la guarida, en esta suerte de cava donde las conversaciones modulan su volumen para no interrumpir su banda sonora, notas improvisadas de jazz clásico que lo dotan de personalidad y le permiten conservar y anunciar su esencia sin necesidad de carteles, epítetos o definiciones, siento el confort propio del territorio conocido. Uno sabe a qué viene y qué puede encontrar del otro lado de la puerta del Alcaraván, tal vez el café donde más mesas son ocupadas por individuos solitarios acompañados por un periódico, un libro, una libreta o un ordenador portátil en el que teclean pensamientos inconexos como los que siguen.

 

Celebro la paz que otorga conocer los rituales, el itinerario que une cualquier punto a la que fuera y siempre será mi casa. Girar a la derecha y darme de bruces con la portada de la Universidad, ver la Plaza Anaya llena de estudiantes que ultiman la preparación de los exámenes, siempre que algún otro pensamiento más elevado no los tenga distraídos. Porque, aunque son jóvenes, ya saben que la Literatura del Siglo de Oro puede esperar, pero que las llamadas de la pasión son pasajeras. Para ellas nunca hubo septiembre y, pese al riesgo de que resulten ser falsas alarmas, sus recuerdos formarán parte, para siempre, de su educación sentimental.

 

No deben esperar estos jóvenes a saber que lo que hoy recuerdo, sentando en el escaño de siempre, son aquellos episodios gozosos o dramáticos, ningún apunte de Geografía Humana o de Romano. Los invito a estudiar, no aliento la insurrección ni la desobediencia a quienes financian sus carreras, pero los invito con mayor entusiasmo a vivir, a exponerse a los ascensos y los descensos, al éxtasis y la desdicha bajo el paraguas, esto sí, de la conciencia moral, un pesado aparejo del que muchos de sus adultos de referencia han prescindido por elección o pereza. Probablemente el último reducto de lo humano, amén de la contemplación y valoración de lo puramente estético, de lo absolutamente inútil. Me aferraré a ambas mientras conserve cierta lucidez.

 

Hace una semana me solazaba en plena explanada de Les Halles recordando los pasajes de Irma La Dulce, película de Billy Wilder ambientada en esa zona de París, entonces ocupada por burdeles y otros oficios de dudosa reputación. Y allí, en la inmensidad de la capital del mundo (para todos aquellos que no quisimos pasar la página del siglo XX en el calendario) encontraba otra especie de quietud. Nuevamente la de lo hermoso, pero también la de la multitud informe, la de la posibilidad de perderme y que no ocurriera nada, pues no habría de reclamarle nada a la memoria, nada a mi yo anterior. Me sentía tan parisino como salmantino dicen que soy mi carné de identidad y mis recuerdos. En París me sentí fuertemente asido a lo humano, reconciliado con su desigual obra. En Salamanca me siento terriblemente atado a lo que un día se esperó de mí, que afortunadamente ya es nada.

 

Amo El Alcaraván, pero no me gusta reconocer la miseria de la que hablan sus contertulios, sentirla como propia. En las calles de Salamanca me invade un sentimiento de estatismo, un infundado temor a morir, como mi abuela, sin haber visto el mar. El mar como metáfora de tanta obra humana, o de la naturaleza, o de las sociedades, por terribles que estas suelan ser, aquí o allá, mientras cultivo mi jardín, que bien puede serlo todo, no lo niego. Disfruté mucho apoyado sobre la barandilla del Pont Neuf, pero no reconocía el horizonte, no había nadie a quien podía llamar en ninguna de las orillas del Sena. No había ninguna probabilidad de que las sombras de los barcos que se acercaban a contraluz, como procedentes del Parnaso, trajeran el amor incondicional de una madre, un padre, un hermano, un hijo. Ni de mi preciosa novia, que lo miraba junto a mí, alucinada por el espectáculo pero alimentada, en su fuero interno, por la idea del regreso.

 

Pasan los años y vuelvo al lugar en el que fui feliz, por decir algo, a escuchar jazz, a pasear con mi padre y mi hermano, a hacer balance del año laboral con los amigos y pensar en todas aquellas ciudades invisibles de Calvino, en las mil y una noches de la tradición oriental, en librar nuevas batallas, reales o imaginarias, en el futuro. Y así pasan los años, mientras Salamanca intenta modernizarse, restarle espacio a la calle, dárselo a las terrazas, redefinir lo cultural, sin demasiada fortuna. Los gestores no son conscientes del poder de dos enamorados en los jardines de Anaya, de lo firme que suena el jazz en las mañanas del Alcaraván, inspirando a sus habitantes a velar por la belleza y la conciencia moral. De que los caballeros andantes, por cobardes que seamos en estos días, queremos seguir teniendo un lugar agradable y reconocible al que regresar, aunque sea para volver a soñar con irnos cuanto antes. Aunque sea para saber que al irnos seguiremos teniendo donde volver.  

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