Yoknapatawpha de Jamuz

Morí sin saber quién era, rodeada de extraños –esto sí lo sé–, sin la certeza de haber cerrado la puerta o apagado la luz, aunque todo fuera oscuridad. En una habitación pintada en tonos pálidos, recitando de memoria el evangelio de San Juan, como llevaba haciendo años mientras sostenía la Biblia para disimular la ceguera y no atraer las atenciones de aquellos invitados que cada mañana acudían a levantarme y me miraban mientras comía. Morí evocando pasajes de la infancia, distribuidos en capítulos y versículos, junto a aquel Jordán que era el río Jamuz, frente a aquel Templo de Jerusalén que era nuestra magnífica iglesia, la mejor de la comarca a juicio de nuestros padres. Aunque no parece probable que mi madre tuviera esta opinión –menos aún que yo pueda intuirla– pues no tenía siete años –aunque ya había tomado la primera comunión– cuando murió de una enfermedad que el párroco calificó como designio inescrutable de Dios.

Viajar al pueblo de León es como explorar un espacio mítico que conoces –vagamente– a través de lecturas deslavazadas y recuerdos inconexos. En él quedaron fosilizadas pisadas del 35, cicatrices de caídas con la BH, el amargo sabor de esos besos con fecha de caducidad al final del verano. Lo habitan, estoy seguro, los fantasmas de mis abuelos, también los de las vacas, yeguas y caballos que no llegué a ver. A veces pienso que debería sonreír al pasar el puente sobre el río Jamuz y girar a la derecha para adentrarme en el entramado urbano del pueblo. Otras, en cambio, me gustaría rodear la manzana y regresar sin comprobar que ya no está allí mi abuela, sentada a la puerta, vestida toda de negro, congregando en torno a ella a familiares y amigos que, a sus pies, sentados sobre la acera, no cesan de alabar lo infatigable de su ánimo, el estoicismo que mostró al ponerse al frente de aquel orfanato (eran cinco hermanos) con solo siete años.

Papá siempre duda antes de girar a la derecha. Decelera y deja que el asfalto rugoso le reste velocidad al coche. No sé cuál es el motivo. En mi caso, salir de Madrid, de mi cuarto lleno de dispositivos tecnológicos, del ritmo vertiginoso de los días de invierno, de su ruido y su furia, es una bendición. Más aún si en una de estas escapadas llegamos al pueblo que un día habitaron los bisabuelos, de quienes se dice que pudieron ser medio primos, o hasta medio hermanos. Me encanta el aspecto de las casas caídas, comprobar lo bajitas que eran las puertas y lo estrecho de las calles, desde luego no pensadas para la circulación de dos vehículos al tiempo. Disfruto tanto imaginando a desertores escondiéndose de sus mandos como a cazadores furtivos recorriendo el monte en busca de lobos. También escuchando a mi padre hablar de su madre, de su abuela, de las caídas con la bici, de lo gigante que le parecía el pozo que hoy antecede a una construcción en la que ya no huele a guisos de caza u ollas llenas de berza. Saludo a los visitantes de la bodega en un francés ejemplar. Herreros parece una sucursal de París, pero me sigue gustando. 

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