Cicely, realismo mágico norteamericano

Durante muchos años Doctor en Alaska fue una serie que se anunciaba de vez en cuando en la 2 de Televisión Española y que se emitía muy tarde, al menos para un chico de ocho o nueve años. Ya solo con eso, con un simple anuncio y la inconfundible melodía de su tema de entrada, se quedó grabada en mi memoria. Nunca vería Doctor en Alaska en aquel momento, en su primera emisión en nuestro país, pero ya entonces deseaba hacerlo e incluso mentía a algunos amigos diciéndoles que la noche anterior había engañado a mis padres y había estado viendo aquella misteriosa serie.

En fin, no creo que entonces fuera una marca de estatus ver una comedia de estas características, con independencia de sus múltiples premios Emmy y los reconocimientos de la profesión. Menos aún ahora, cuando sus sencillas tramas, carentes de conflicto evidente o acción frenética, aburrirían al más reflexivo nativo digital, superviviente pasivo del aluvión de imágenes, noticias falsas, debates artificiales y sofismas recubiertos de una apariencia científica de los que se compone y alimenta eso que llaman actualidad.

Pero allí, en el lejano Noroeste, en la frontera entre las dos grandes potencias del siglo XX, comparecen todas las grandes cuestiones que aún deberían desvelarnos. En Cicely, sus ciudadanos se despiertan escuchando al presentador de la radio local citando a Byron, Whitman o Tolstoi. También la berrea de los ciervos o el graznido de los grajos, en función de la época, pues sobre esta pequeña aldea la naturaleza cae con toda su densidad, de manera que sus habitantes aceptan sus designios con un estoicismo innato, ajeno a las modas, sin la necesidad de gurús o guías espirituales, de influencers o chamanes a su cargo, aunque Ruth Anne tenga casi todas las respuestas y Ed Chigliak, un indio que sueña ser director de cine, las más afinadas preguntas.

Me habría aburrido en Cicely, lo confieso. Echaría de menos el ruido de la ciudad, el anonimato y la seguridad de que el vecino no me incomodará en la noche, tal es el pacto social de no agresión al que hemos llegado. Tampoco estoy seguro de que mi aprendida actitud cartesiana hacia la vida pudiera casar bien con el absurdo que tantas veces dicta sentencia en este pequeño submundo apartado de la civilización. Pero lo aprecio como espectador, acepto la suspensión de la incredulidad, me arropo y me sueño en Alaska, bajo un manto de estrellas cuya luz es lo único que les sobrevive, pues se extinguieron hace tiempo, como los antepasados de los actuales habitantes de Macondo.

Como nuestro yo salvaje, cada vez más domesticado, a veces en nombre de la cultura, que es universal; otras a golpe de política, tantas veces, y cada vez más, paleta, corta de miras y sectaria. Por suerte, Cicely no aparece en el mapa, no está en la agenda de los censores de nuestro siglo, que en este intento de traer la utopía a nuestra vida cotidiana, el cielo a la tierra, aunque se confiesen ateos, están terminando con todas esas aldeas, pequeños círculos, materiales o virtuales, en los que todavía se escucha la radio, se lee a Whitman, se confiesan pecados en público y los seres humanos se fusionan con la naturaleza recuperando su lado primitivo, también a la hora de relacionarse con la muerte, la certeza más elemental.

Esta vez no les engaño. Un genial invento de la misma civilización que me domestica y aburre, Filmin, me ha regalado la oportunidad de ver Doctor en Alaska a una hora decente, en versión original y remasterizada. Ahora conozco el sencillo argumento de una serie que es sobre todo una mezcla ideal de atmósfera y personajes, todos ellos construidos a partir de un estereotipo para luego sorprendernos con su continua y sutil evolución. En Cicely nada es lo que parece. En ella, al contrario que en nuestro actual marco democrático, en nuestras ciudades sin estrellas y caminos transitados, todo es posible.

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