Sí lo sabíamos

Qué pena no haber sabido antes que el reloj de nuestras vidas marcaría tan temprano las cuatro y diez, la hora exacta en la que las obligaciones se impondrían sobre los placeres en un rígido esquema que no tiene nada que ver con el lánguido ritmo con el que se sucedían las tareas en las sociedades preindustriales. O tal vez lo supiéramos y hacíamos como que lo ignorábamos restándole valor a cada amanecer ninguneado por culpa de una resaca, o a cada lectura o cinta de película desechada en favor de un plan, no solo banal, sino completamente absurdo.

Llegaron las cuatro y diez y con este sonido sordo de campana averiada, la escasez de tiempo y energía para dedicarse a la observación y el estudio del mundo, algo que queda en manos de los escasos privilegiados que pueden permitirse dedicarse a ello sin tener que rendir cuentas a la maquinaria capitalista, a algún ranking o sistema de medición de la competencia. En fin, son muy pocos los que pueden recrearse en el paseo o el viaje ─mera cuestión de escala─ que no persigue un fin benéfico para la salud o el perdón de algún santo. Son pocos los que no tienen que llevar dinero a casa o redondear su proyecto vital, casi siempre determinado por el éxito laboral o la culminación de la existencia a partir de la reproducción.  

Sí que lo sabíamos, pero la dopamina exigía experiencias fuertes, videojuegos. Nuestro yo social, atemorizado, requería de su pequeña dosis de exposición comunitaria, de compartir el tiempo con seres que ya no reconocemos en las fotos. Que nos quiten, dicen otros, los bailes agarrados, los polvos a escondidas, las risas absurdas que nos provocaban las escenas de zapping que nosotros mismos protagonizábamos. Nos queda el anecdotario, la hemeroteca privada de paridas, los archivos digitales perdidos en algún disco duro.

Pero el mundo quedó a nuestras espaldas, ocultado por nuestra misma presencia y corporeidad, por nuestra cortedad de miras en este ángulo restringido en el que observamos la realidad y nos la contamos a nosotros mismos. Demorábamos la búsqueda de las respuestas, el estudio de los clásicos, la profundización en la filosofía y las emociones esperando por un tren que no ha llegado, subidos a otro que banaliza todo lo anterior, pues todo lo anterior, el verdadero conocimiento de lo aparentemente real ya se ha fugado o permanece en fuentes inaccesibles, no porque no estén a nuestra disposición en algún depósito o página de Internet, sino porque carecemos de las claves para descifrarlas. Ya es tarde para saber lo que cuentan, nuestros esquemas narrativos e interpretativos son otros muy distintos y no podemos desapegarnos de ellos. Nos configuran y nos mantienen adheridos en el fondo de nuestra ignorancia.

Cualquier solución actual parte de razonamientos coetáneos, ya no nos es posible habitar al margen del pensamiento binario, de la lógica de la competencia y la acumulación de bienes y riqueza, fuera del marco general de la red y las redes. Todo pensamiento ingenioso es una paráfrasis de un pensamiento previo. Shakespeare, Nietzsche u Ortega son ahora frases célebres reutilizadas y condensadas en algún manual del buen vivir, del buenrollismo, del «tú puedes» o «no importa». Hoy me daba cuenta leyendo a Norman Mailer en una cafetería, en los únicos treinta minutos que voy a dedicar esta semana a leer por afición. Me costaba interpretar su lógica, su ironía, situarme en los años 60, en el mundo contestatario que luchaba a golpe de manifestación, crítica política e inteligencia contra la presencia de ejércitos estadounidenses en Vietnam.

Me parecía un auténtico idiota, tentado cada poco por la llamada del teléfono móvil, un ser ausente incapaz de deleitarse ante el otoño que se desplegaba frente a mis ojos en la calle del Espolón, un trozo de París asido al casco antiguo de Burgos. Y eché de menos, no las piernas ágiles, los brazos musculados, la piel tersa o el ímpetu propio de la juventud, sino todo el tiempo del que disponía entonces: la oportunidad perdida de aproximarme al mundo, verlo desde sus diferentes esquinas e intentar comprenderlo, aunque aquello me llevara a la desesperación, o a un vagón a ninguna parte, o a la poesía.

2 Replies to “Sí lo sabíamos”

  1. Gracias por la reflexión.
    En una sociedad tan dirigida, pendientes del qué dirán, de los miedos a no sentir que perteneces a algún grupo, a alguna “tribu”, con menos libertad de pensamiento que nunca; hacer un alto en el camino para estas reflexiones, debieran ser de credo obligatorio. Gracias.

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