Burgos Autumn leaves

Hay una frustración inherente a todo ser humano actual: no poder ser otro, vivir en otra parte, tener tiempo para explorar las verdaderas pasiones. El acceso ilimitado a la información nos ha hecho descubrir un mundo de posibilidades inabarcables, un pozo de los deseos para el que no tenemos cuerda disponible con la que bajar. La materia, nuestro cuerpo, torpe y cada vez más viejo, nos limita a una única presencia en un único lugar y tiempo. Nuestra mente, fantasiosa y alimentada por todo lo que percibe, lee, observa… nos hace potencialmente infinitos. En la imaginación somos astronautas, políticos corruptos, directivos, y no empleados, de una gran multinacional.

 

Pero la supervivencia es otra cosa. Siempre lo fue, pues siempre estuvo circunscrita a un asentamiento, o una misma ruta de nomadismo periódico definido por las estaciones y las cosechas o la presencia de pasto o forzado a causa de los conflictos, nada romántico, en cualquier caso. Hemos cambiado de cabañas, trivializado las autovías de la peregrinación y sofisticado hasta lo patológico las fórmulas de obtención del sustento. Pero mientras las fronteras de nuestro cuerpo siguen limitándonos, pidiéndonos dormir, excretando desechos, reclamando alimento, secretando hormonas que determinan nuestro comportamiento a pesar de la educación, las fronteras de la fantasía se han expandido a través de la cultura y las redes de telecomunicaciones: ahora sabemos mejor que nunca lo que no podemos hacer.

 

Esta mañana me preguntaba si las hojas amarillas que pueblan el Paseo de la Isla serían muy distintas, en términos botánicos, de las que ahora mismo caen en Central Park o en Les Tuileries. Si son las mismas y la única diferencia la definen Sinatra o los versos de César Vallejo ─nadie ha anunciado nunca que morirá en Burgos un jueves de otoño─. También me preguntaba si en el ámbito de este paseo de quince minutos entre mi casa y el café Latino no había visto el mundo todo, entero, en sus distintas manifestaciones, copias unas de otras, con su versión china, canadiense, australiana, nepalí. Si el músico que cantaba por Manzanedo no era el mismo que cantaría por Jobim en Río, si el anciano montado en patinete no era el mismo que iba en góndola en Venecia, si el repartidor, o la repartidora de frutas no era el mismo, o la misma, que mañana entregará el pescado fresco en Rotterdam.

 

¿Burgos es el mundo? ¿El mundo entero cabe en un paseo de quince minutos? ¿Estos quince minutos encierran una vida que se repite una y otra vez en una suerte de bucle? Necesitaría más tiempo para pensarlo, pero se me agota el período de solaz y divagación solista. A la espera de inteligencias no suficientemente inteligentes (de lo contrario no trabajarían) que nos sustituyan en la contribución a Hacienda y a la Seguridad Social, al sostenimiento de la economía capitalista de producción y consumo, de aspiración y deseo, de insatisfacción profunda acallada por la necesidad imperiosa de permanecer en el aquí y ahora y abrazar la felicidad, mi vida sigue ordenada en torno al trabajo, el salario y las vacaciones. En torno a una geografía llena de rotondas y circunvalaciones, hojas que provocan resbalones (y no inspiran canciones), noticias de actualidad que fabricarán lo que un día llamarán historia.

 

Ello en el marco de una economía global, de autopistas de la información; en la sociedad del conocimiento, en medio de una revolución tecnológica sin parangón que puede terminar con el trabajo y pondrá a prueba la fortaleza de nuestro imaginario particular. Un mundo en el que la educación, y no la capacidad desprovista de escrúpulos y moral para acumular riqueza, retomará su posición central en la sociedad, como en los círculos aristocráticos del XVIII o XIX. Un mundo en el que la posición social volverá a determinarse por la adquisición de capital cultural, recursos para la conversación y el divertimento. Fantaseo, sí, antes de sortear la próxima rotonda mientras cuento las horas para un próximo café tarareando el Autumn Leaves camino del trabajo.

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