Cuaderno de verano

Recorro la ciudad como si nunca me hubiera ido y aún repitiera las indiscutidas rutinas evitando pisar las alcantarillas mojadas y las baldosas inestables que hay en el camino entre mi casa y mi santuario. Y disfruto del calor sofocante, de esta atmósfera desértica, esteparia, que asola este antiguo fuerte del Oeste castellano, cada vez menos salvaje, con cada vez menos niños al sol desde temprano y menos ancianos jugando la partida en la sobremesa. Las leyes de ahorro de energía y los consejos de los especialistas alargan la vida y prolongan la muerte de espacios que han sido tomados por seres vulgares y objetivamente feos que se fotografían junto a obras de arte esencialmente bellas: ellos fueron concebidos en un ratito no siempre gozoso; ellas, por el contrario, durante años, lustros, decenios, incluso siglos de duro trabajo planificado.  

 

Creo que gran parte de la sequía creativa que observamos en el mercado editorial o en la industria del cine proviene de esta convivencia cada vez más anodina. No solo es que no pase nada, es que no se intuye que pueda pasar. El caldo de cultivo está ahí: las crisis se suceden, la miseria moral se reproduce, y ante ella todos flaqueamos, pero no hay comportamientos heroicos en el horizonte, no se prevén verdaderos movimientos sociales con incendios, barricadas, con un verdadero impacto en la historia. Los acontecimientos actuales se estudiarán en los libros de economía; los manuales de historia tendrán que conformarse con recoger las estupideces que sueltan los prohombres de esta generación en un intercambio de golpes quevedesco, solo que sin su ingenio.

 

Nos queda presumir de que dejamos de ir a misa poco después de tomar la primera comunión. O de que nos quedamos en el bar mientras se casan dos antiguos amigos. Heredamos la sumisión a la autoridad, nos sobran modales y nos falta valor. Somos la generación mejor preparada para memorizar textos, repetir procesos y acatar órdenes. Somos creativos, pero acudimos a los museos, cuando vamos, para fotografiarnos con las tres o cuatro obras que conocemos. Somos unos cobardes que para poder jugarnos el tipo tenemos que comprar segundas vidas, uniformes de guerreros inmortales. Nos pasamos la infancia buscando trucos en las revistas para sortear enemigos ficticios.

 

Y ni siquiera volveremos a ser jóvenes, aunque la ruta de la seda termine ahora en el Bósforo y ponga en riesgo la supervivencia del peluquín. Ni jóvenes ni hermanos, pues hemos tardado en descubrir que la persecución obsesiva de la individualidad era el camino más corto al abismo de la incomunicación. El concepto de comunidad, aquel “nosotros” que englobaba a los diferentes “yo”, ha sido reinventado en la búsqueda de una mayor rentabilidad. El manido “divide y vencerás” ha vuelto a demostrar su vigencia en un mundo en el que el “yo” se despliega hacia un “vosotros” que es más bien un “tú” en la medida en que, curiosamente, se han homogeneizado las tendencias y los gustos al haber quedado estos centralizados en toda una serie de generadores de opinión movidos por el beneficio, no por la inteligencia o la duda, la mayor enemiga del éxito.

 

Soy pesimista, lo sé. Hace calor y no se intuye la playa más cercana. Las piscinas se concentran en las afueras y la humedad de las alcantarillas no procede de una refrescante tormenta, sino del sudor acumulado de los turistas. Aun así las esquivo, como hice siempre. Cuando el mundo era una reluciente madrugada, que diría Luis Alberto de Cuenca.

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