La perfección como amenaza

Si algo temo de la irrupción de las inteligencias artificiales en nuestras vidas, de su asalto al tren del presente, es que terminen con lo humano e imperfecto elevando los estándares de calidad de lo que necesitamos o consumimos a niveles inalcanzables por nosotros, simples mortales. Entre otras cosas porque la facilidad con la que podrían llegar a estas cuotas de perfección podría terminar privándonos del asombro y la estupefacción, de la capacidad para apreciar el esfuerzo sobrehumano que han supuesto, hasta ahora, la obra de arte, la excelencia en la técnica o cualquier otra manifestación de genialidad y disciplina en cualquier campo.

 

Esto hila con uno de los argumentos más recurrentes de este blog: gran parte de eso que llamamos progreso ha derivado en una paulatina desaparición de los placeres que nos acompañaban hasta hace unos años. Y esto no es una defensa a ultranza del pasado o lo rancio, no encontrarán aquí un alegato en favor de los bares llenos de humo, las técnicas de seducción chabacanas o el trabajo en cadena. Pero sí aprecio una tendencia a la cesión y la concesión a la tecnología, que nos ha ahorrado tiempo, pero ha multiplicado las urgencias o los falsos deseos hasta el punto de que siempre es un mal momento para quedar con los amigos, tomar un café o ir al cine.

 

Que las máquinas puedan hacer lo que antes hacíamos nosotros con mayor calidad y en menos tiempo es una bendición y una desgracia. Viene pasando en la educación, donde la memoria y la lógica han perdido valor dándoselo, en realidad, a la memoria y la lógica de otros, lo que hace menos personal y crítico el juicio de cada uno, pues siempre queda sometido al de los motores de búsqueda o los algoritmos invisibles que rigen que el primer acceso a la información se produzca a través de una u otra fuente. Cada vez citamos más a «alguien que he leído por ahí» pues no tenemos mecanismos para retener, relacionar o asociar ideas. Cada vez somos menos detallistas y minuciosos. Alguien, o algo, sabrá hacerlo mejor que nosotros. No hemos venido a este mundo a hilar fino. O a buscar la palabra perfecta, la mot juste.

 

El discurso instalado socialmente, que había alcanzado sus máximas cuotas de diversidad y riqueza a finales de siglo XX, ha vuelto a empobrecerse y poblarse de lugares comunes y dogmas extremadamente sectarios. La polarización de la política no es sino el reflejo de una sociedad que ha renunciado a los matices sin ser consciente de ello, mimetizándose con el proceso mismo, un proceso en parte orquestado por las mentes más mezquinas del espectro mediático, un ámbito en el que desaparecen los filósofos y triunfan los sofistas ante la parálisis de un pueblo que acepta ser sometido a cambio de alta tecnología y una oferta de entretenimiento que dice ser a la carta, pero que cada vez es más homogénea y reproduce con mayor fidelidad los tópicos y las fórmulas que funcionan porque algunos dicen que funcionan y otros se lo creen.

 

Si en invierno me fijo, sobre todo, en las personas mayores y pienso en mi futuro, cuando se acerca el verano el olor de las flores me traslada a la adolescencia, a las fiestas del colegio, a las excursiones al campo. De repente soy todos los jóvenes que se tumban en el césped, se comen la boca sin reparos y salen con las gafas de sol a buscar donde desayunar un domingo a las doce. Pienso en la continuidad de las tradiciones sociales y en la de las agendas privadas. Y dejo de temer por lo que nos deparará el paso del tiempo, por aquello en lo que nos convertiremos. Y pienso que alguien se enamorará también un día de abril u otro de octubre. Y no me importa que ella lo rechace porque una réplica artificial sonríe más bonito o porque quiere seleccionar el código genético de sus hijos para que estos también sean perfectos y tengan nietos perfectos. No me importa, digo, porque ellos también van a cumplir con la vieja e implacable tradición de morirse. ¿O tampoco?

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