Too much love

Entrar en una sala de cine y escapar de la realidad deberían ser dos proposiciones unidas por la ley de causa y efecto. Ello con independencia del realismo del relato, de sus paralelismos y semejanzas con las vivencias propias de los espectadores o aunque este se limite a ser un retrato algo deformado de nuestros paisajes locales. Y no hay nada de malo en esa necesidad escapista, en el anhelo de mundos mágicos o fantasiosos, de escuchar historias de otros con las que poder jugar, sin riesgo de autodestruirnos, a proponer caminos alternativos o adentrarnos en sus contaminadas entrañas en el afán de averiguar sus temores o motivaciones.

Sesenta y cinco mil pinturas al óleo compuestas por más de ciento veinticinco artistas dotan a Loving Vincent, (Dorota Kobiela y Hugh Welchman, 2017) de todo lo necesario para que cualquier sala que la reproduzca se transforme de pronto en una máquina del tiempo, en un vuelo de pasajeros hacia Auvers Sur Oise, al norte de París, donde Vincent Van Gogh, uno de esos muchos artistas en los que el genio y la neurosis lindan en torno a una porosa frontera, se retiró en busca de la paz que en el sur, en Arlés, lo había esquivado. El placer de sus ochenta minutos de metraje es esencialmente estético. La fascinación se mantiene a lo largo de la película, con cada grueso trazo que deforma la luz diáfana y las formas a priori evidentes hasta traducir su revolucionaria percepción de la realidad.

La película, que quiere rememorar los últimos días de la vida de Van Gogh a través de la investigación privada de su muerte llevada a cabo por el hijo de su cartero, es principalmente un homenaje al autor, a su búsqueda diaria de un pequeño ámbito u oficio en el que poder sentirse válido y respetado. También un intento, o así lo creo, de desmitificar la tan manida explicación de su locura: la enfermedad no era un acicate para la creación, más bien todo lo contrario. Vincent, increíblemente productivo y ordenado en su faceta de pintor, padeció el desconocimiento y el desinterés del gran público, el conservadurismo propio de los grandes marchantes del momento y, por encima de todo, la angustia de tener que depender económicamente de su hermano, su gran valedor y mejor amigo, como lo demuestran todas las cartas que a diario le escribía y en las que solía acompañar algún boceto o el dibujo de algún futuro estudio o lienzo.

Van Gogh pagó a un precio demasiado alto la clarividencia con la que accedía a los colores del mundo, a sus más sutiles texturas. También su incapacidad para volver más convencional su mirada o desenvolverse con pragmatismo en cualquiera de las profesiones liberales que le hubieran proporcionado seguridad económica. Su naturaleza introvertida, la inestabilidad anímica, que tan pronto le sumía en la melancolía como lo elevaba a los más altos estratos del entusiasmo, y la inseguridad propia de quien conoce muy a fondo una disciplina y a sus grandes creadores, lo inhabilitaron para sobrevivir a la tribulación y permanecer satisfecho en alguna de las moradas en las que pudo encontrar cobijo y sustento, como la del doctor Gachet.

De ahí que su desenlace fuera trágico, como trágico es pensar en todos los cuadros que dejó sin pintar al morir con solo treinta y siete años. Y sin embargo uno sale del cine canturreando las estrofas, tristes, del “Starry Night” de Don Mclean con una sonrisa que certifica, tal vez, la esperanza que sobrevive a la muerte, el poder simbólico del homenaje en esta nueva demostración de fuerza del arte y del cine como puerta de acceso a otros mundos, trágicos, sí, pero infinitamente más bellos.

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