Madrid, Nueva York, Medina

Cuando uno camina por Madrid, como hace quince días, uno corre el riesgo, poco, de encontrarse con esos viejos amigos que salieron del pueblo para ganarse la vida asumiendo riesgos que otros ni siquiera valoramos en medio de la gran selva de cemento que es la capital. En mi caso, hacerlo por el centro de Salamanca es un ejercicio autobiográfico en marcha, una oportunidad de cruzarme con otros viejos amigos que acaban de ser padres o con la primera prueba de mi gusto por las pelirrojas, una compañera de instituto que dedicó todo el viaje de fin de curso por París y Países Bajos a esquivar mis indirectas.

Nunca lo sabré, porque nunca hablaremos abiertamente de ello, pero creo que eso mismo le ocurre a mi padre en Medina del Campo, centro comarcal que vivió numerosas épocas de esplendor gracias al ganado, al ferrocarril, a la PAC y a la industria del mueble y que ahora vive una etapa de maravillosa decadencia, hecho que no la van a convertir en Lisboa, pero que la mantienen medianamente lustrosa. Lo suficiente para seguir presumiendo de labios impecablemente pintados y trajes a medida cortados por sastres ya fallecidos.

Me gustaría pensar, por haber pasado gran parte de mi vida entre los muros dorados de Salamanca, que somos del color de las piedras que nos rodean mientras paseamos. Es difícil describir el encanto de la Plaza Mayor iluminada por los últimos rayos del día, el azul del cielo de la Plaza de Anaya, distinto a todos los azules de todos los demás cielos del mundo, vengan si no se lo creen. Me gustaría pensar que mi personalidad se moldeó a la medida de las portadas renacentistas y barrocas de sus principales monumentos y no con la «ortogonía» eficaz y aislante de los muros del colegio donde aprendí las conjugaciones.

Paseo por Medina y miro a mi padre y a las personas con las que habla mi padre por no tener mejor espejo en el que revisar el avance de mis canas y el modo en el que se acentúan mis manías. Me gusta cuando mi padre me reconoce que en el bar donde decidimos tomar algo sin hambre solía venir con mi madre y pienso que este, y no las deliciosas croquetas de jamón, ha sido el verdadero motivo de su elección, lo que me saca una sonrisa que disimulo por miedo a parecer feliz, hecho que en esta villa decadente y amargada no se perdona. Lo que sea costumbre, ya saben.

«Mi padre no come helados, nunca le he visto hacerlo», le confiesa una señora a otra a la puerta de la Tahona, en la esquina de Prior con Íscar Peyra, ya en Salamanca. No puede ser cosa del médico de cabecera, me digo, esto tuvo que ver con la primera vez que tuvo el pecaminoso sabor de un helado al alcance de sus papilas gustativas y se autocensuró por miedo a posibles represalias, por temor a querer repetir y repetir y dedicarse a ser catador de helados en ferias internacionales, hecho incompatible con el estudio del temario de la oposición a Correos. Hay tanto de inconsciente en el primer «no» que muchas veces ni siquiera somos nosotros los que lo pronunciamos. Y solo años más tarde comprenderemos su poder limitante, seguramente porque una persona que queremos lo estará sufriendo, nos estará sufriendo.

En mi condición de ciudadano me gustaría afirmar que somos el fruto de nuestras elecciones, elevar el peso del libre albedrío y considerar secundario el papel que juegan todas aquellas circunstancias que acarreamos desde el momento de nuestro nacimiento y el modo en el que nuestro entorno y el ambiente en el que crecemos definen nuestros principios éticos, nuestras guías de conducta y los principales rasgos de nuestro carácter. Y cuando paseo por Madrid, entre sus altos muros y amplios parques, cuando me siento en un café y escucho conversaciones entusiastas sobre el futuro hasta me lo creo. Pero semanas más tarde paseo por Medina y Salamanca, y charlo con mi padre, y como croquetas sin hambre, por costumbre, y las disfruto. Y veo a ese niño de esa pareja que asiste aburrida a un concierto público de música de Semana Santa y pienso que se llama Juanjo. Y que solo puede sonreír de espaldas al clero, al estado y a la familia porque lleva inscrita en la frente aquella máxima de Valle: «mañana será peor».

Pero le queda la ironía. Y la escritura. Y el anonimato. Y Madrid no está tan lejos.

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