En 2022 (y siempre), Miguel Delibes

Anoche vi Manhattan por quinta o sexta vez. Tal vez porque de alguna manera quería sentarme en Sutton Square junto a Woody Allen y Diane Keaton y saludar al sol desde el icónico banco donde conversan al amanecer. Hay tanto de declaración de amor a una ciudad como de sátira hacia todo lo que representan sus ciudadanos en este testimonio en blanco y negro regado por notas de Gershwin. Uno es libre en Nueva York, pero también se vuelve cínico y desleal para sobrevivir y poder seguir disfrutando de esa libertad. Uno puede gozar con el arte, pero también puede terminar siendo un esclavo de los lenguajes que lo cifran y vuelven artificialmente críptico. Es muy tentador confundir el aroma a feromonas con los cánticos de las sirenas suburbanas: la vida es una odisea en la ruidosa y caótica Manhattan.

 

Hace no mucho recuperé también una de esas cintas clásicas del género negro que crees poder recordar sin necesidad de volver a verlas. En Chinatown la fatalidad se agazapa a la vuelta de la esquina mientras los casos se suceden sin que lleguen a importar demasiado. El verdadero caso es que el detective se enamora por segunda vez en su vida, el verdadero asunto es que el destino le tiene reservado otro desenlace trágico. Mientras tanto, Los Angeles se convierte en el marco perfecto para una batalla sin cuartel entre egos de dimensiones inabarcables. La corrupción en California puede presumir de glamur: la muerte acude a su cita en descapotable y Polanski nos invita a apiadarnos del pobre detective antes que de la novia cadáver.

 

Pero ha pasado el tiempo y ya no soy el mismo que vio estas películas por primera vez, el que soñaba con viajes transatlánticos y gozaba con la mera contemplación de planos extremadamente bellos.  Ello no quita que me siga gustando el cine de Woody Allen, con todos esos problemas absurdos que roban el sueño de la “upper class” de Manhattan, o el cine negro de impecable factura, con sus personajes estereotipados, sus detectives duros y apuestos y sus rubias despampanantes de incierto pasado. Me gustan, pero no me explican. Y ni siquiera me enseñan a mirar o me aportan respuestas en medio de esta época de continuos dilemas morales, de decisiones que pueden afectar a terceros de un modo definitivo.

 

De ahí que hoy volviera a Delibes, al magnífico Imprescindibles elaborado en torno a su figura y la de la marcha familiar que lo sigue homenajeando anualmente en un recorrido marcado no tanto por los “affaires” y los sucesos que abren telediarios como por el amor verdadero, la adustez y la melancolía. En fin, supongo que uno abandona sus lecturas infantiles como abandona también al niño que las leía, abochornado por sus miedos, sus complejos y su inmadurez. Pero si Delibes nos enseñó a ser niños y preadolescentes con El Camino, creo que nadie mejor que él, al menos para alguien con mi biografía, para aprender a ser adulto: amar, ser amado y echar de menos.

 

Y entiendo que son tres aspectos de los que no conviene presumir, conceptos demodés en todo caso, poco compatibles con esta ola más “manhattaniana” en la que todos nos creemos inmersos, apoyados en avatares que viajan más que sus dueños y que han identificado su esencia con la capacidad de expresarse o, lo que es lo mismo, opinar.  Si Delibes escribiera ahora mismo lo haría para la bancada de jubilados y para cuatro notas más, los únicos capaces de descifrar su vocabulario campestre, su léxico impecable (cada palabra en el orden preciso); de hallar la belleza en lo cotidiano mientras se toman unos minutos para leer.

 

Si en el medio de las típicas crisis existenciales me aferré a la vida consumiendo fábulas con final feliz y moralejas autocomplacientes. Si quise ser ciudadano de Manhattan, flâneur en París, detective en Los Angeles, vaquero en Santa Fe, fue por todas las películas que vi hace unos años. Si no logré superar las crisis o adoptar esas personalidades fue por falta de valor y por esa maldición (tal vez bendición) que Miguel conocía tan bien. En Castilla sabemos que, como decía Valle-Inclán, mañana será peor; que, como hijos de la tierra, dependemos en gran medida del cielo, que no hay nada como lo que la naturaleza nos ofrece (pues lo fue todo durante mucho tiempo) y que el amor es lo que más merece la pena, aunque solo sea para aligerar la pesadumbre de la vida. En Castilla reconocemos la alegría por el ruido que hace al salir, pero no podemos hacer lo mismo con nuestro cronista más leal y sincero, a quien debemos reivindicar siempre que podamos, junto a sus admirados Umbral o Pla, tan diferentes entre sí.

 

En este 2022 elijamos a Miguel para aprender a ser adultos, adoptémoslo todos nosotros como abuelo imaginario, como lectura obligatoria para comprender la vida, por mucho que esta se haya trasladado a las pantallas, por mucho que se haya banalizado el amor y se haya espectacularizado la tragedia por su pérdida. Amemos todos a una señora de rojo, da igual el color del resto del cuadro. Amémosla tanto como para echarla de menos si ese día ha de llegar. A ella, no a nuestro reflejo junto a ella, no a nuestra imagen imprimida en sangre en el asfalto de una megalópolis. Amemos sin cinismo y sin condescendencia en un largo viaje hacia el interior del cuadro, hacia la partícula más ínfima que lo compone. Aunque nadie lo mire jamás.

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